La República Islámica de Afganistán ha pasado a mejor vida. Los talibanes, que ya controlan la totalidad del país, han clarificado sus intenciones con lo que será, a partir de ahora, la nueva denominación del territorio: Emirato Islámico de Afganistán. En un emirato, el poder político y el religioso recaen en una misma persona; esto es, el emir. En este emirato es posible observar, poco a poco, el ritmo ininterrumpido en que se avecina lo peor, especialmente para disidentes, mujeres y niñas, pero también para el patrimonio cultural del país.
Tanto la Unesco como el Consejo Internacional de Museos (ICOM) han mostrado su preocupación por las amenazas a las que se enfrentan "los hombres y mujeres que dedican su vida a proteger el rico y diverso patrimonio cultural de esta histórica nación". Es el caso de los vestigios arqueológicos de Jam y su minarete -con 65 metros, el segundo (construido en ladrillo) más alto del mundo- o el paisaje cultural del valle de Amiyán.
Se conoce la estrategia talibana frente a la cultura ajena al islam: nadie olvida cómo miembros de la organización terrorista Dáesh se han encargado, desde 2015, de destruir con tenacidad enclaves simbólicos en ciudades como Nínive, Alepo, Raqqa, Mosul o Palmira. Para demostrar cuán bárbaro y eficaz era su poder vimos cómo volaron con misiles antiaéreos los famosos Budas de Bāmiyān, cuya fecha original databa del siglo V.
Matar al pasado
Es lo que se llama " memoricidio", una "destrucción intencionada de bienes culturales que no se puede justificar por la necesidad militar", según la definición elaborada por la Unesco. Se llama memoricidio, y no es una práctica moderna. Acaso recuerden aquella frase de Plinio el Viejo que ha pervivido a través de los siglos, pronunciada a propósito de las Guerras Púnicas que llevaron al enfrentamiento entre Roma y Cartago: Carthago delenda est. Es decir, aquello de "Cartago debe ser destruida". No basta con vencerla, con humillarla, con hacerla capitular; no, hay que destruir la memoria del enemigo. Al fin y al cabo, de eso se trata, de aniquilar su patrimonio cultural, su memoria. Es una estrategia militar antigua. No sólo desarticula la historia de los pueblos, aquello que encarna su alma e idiosincrasia -herencia cultural, referentes espirituales, intelectuales y estéticos; todo cuanto representa a una comunidad-, sino que disloca las formas de vida y el tejido económico de las poblaciones. Descompone el legado emocional, atenaza el desarrollo económico y, por supuesto, compromete su futuro.
Julio César, según relata Séneca, destruyó la Biblioteca de Alejandría haciendo que el fuego devorase más de cuarenta mil documentos de valor incalculable. Las milicias serbias acabaron con otra biblioteca, la de Sarajevo, que custodiaba, entre otros tesoros, una de las colecciones más importantes sobre estudios orientales. Pero no solo se calcinan los libros y legajos: Stalin se empeñó en demoler la Catedral de Cristo Salvador en Moscú, a pesar de su altura equivalente a treinta plantas, su cúpula de 176 toneladas y un iconostasio con más de 422 kilos de oro. Quiso levantar sobre sus cenizas el Palacio de los Soviets; nunca se construyó: en su lugar, una piscina hirió, durante décadas, la memoria del lugar. La guerra de Yugoslavia se encargó de arrollar el célebre puente de Móstar, del siglo XVI. Los alemanes, sin escrúpulo alguno, bombardearon durante la I Guerra Mundial la catedral de Reims y en 2012 la filial magrebí de Al Qaeda hizo estragos en Tombuctú (en concreto, en la Ciudad de los 333 Santos, hecha de adobe, donde acabaron con mezquitas, bibliotecas y otros edificios históricos de la ciudad, además de miles de manuscritos preislámicos y medievales).
No obstante, si hubo un momento histórico en el que el "memoricidio" se intensificó de manera despiadada fue durante la II Guerra Mundial. Con alevosía, no hubo clemencia en los objetivos de las bombas: catedrales, palacios, cascos históricos enteros, incuantificable patrimonio histórico y artístico reducido a fuego, escombro y polvo. El 85% de la capital de Polonia fue arrasado, incluyendo la archicatedral de San Juan, construida a finales del siglo XIV; en Francia se atacaron más de quinientos monumentos de diversa importancia, entre otros, de nuevo, la catedral de Reims. Eliminar la memoria de un país permite pervertir y falsificar su pasado. ¿Quién no recuerda esa icónica imagen de Wiston Churchill -por cierto, Premio Nobel de Literatura- visitando las ruinas de la catedral de Conventry, destruida por los nazis?
Por fortuna, hoy aún debemos a Dietrich von Choltitz, la posibilidad de poder visitar la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo, la catedral de Notre Dame o Los Inválidos. Hitler le ordenó, como gobernador militar de Alemania en París, que devastase esos monumentos: von Choltitz se negó.
Riqueza pasada, riqueza presente
Este memorial del espolio se completa, además, con el comercio ilegal del patrimonio cultural. Los terroristas se han dado cuenta de que esta infame vía puede reportarles unos codiciados medios lucrativos con los que poder subsistir. Según datos de la Interpol, alrededor de 51.000 bienes culturales circulan en el mercado ilegal; una rapacería que hoy mueve entre 2.500 y 5.000 millones de euros, según las estimaciones de la Comisión Europea. Así, durante la Guerra de Iraq se calcula que se robaron unos 15.000 objetos del Museo de Bagdad, mientras que la mayoría de los países africanos han llegado a perder actualmente en torno al 95% de su patrimonio cultural.
De ahí que la diplomacia cultural sea un garante -en la medida en que pueda serlo- para evitar este tipo de acciones. Hay legislación, claro: la Convención de La Haya para la Protección de los Bienes Culturales en Caso de Conflicto Armado, de 1954, así como sus dos protocolos adicionales, y la Convención contra el Tráfico Ilícito de la Propiedad Cultural. La Unesco lleva años reforzando la colaboración entre la Organización Mundial de Aduanas, Estados, gobiernos, el Consejo Mundial de Museos, las casas de subastas y distintos cuerpos de seguridad para evitar un tráfico espurio.
La destrucción de bienes culturales aniquila la herencia de los pueblos, aquello que conforma su identidad: de ahí que sea una pérdida irreparable porque, a la larga, es como si lo sucedido no hubiera tenido lugar. Todo muere por olvido.
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