Cuando crece la xenofobia y la intolerancia, cuando arrecia el fervor patrio y la exaltación religiosa, urge convencer de que somos algo más que banderas y fronteras, mucho más que religión y poder. Sobrecogidos por el espanto afirmamos: ¡Tout sommes París! Por supuesto. Es muy humano en estos momentos. No hacemos daño a nadie, pero ¿alguien ha dicho ser Beirut, Damasco, Trípoli, Baga, Túnez, Bagdad...? Después de la conmoción, solo cabe la solidaridad y la reflexión. También rechazar la hipocresía de las lamentaciones según los casos: lo trágico es la muerte ya sea de musulmanes, católicos, occidentales o árabes.
Hay quien habla de guerra para señalar al islam como responsable. Aunque no estaría mal regresar a filósofos como Marx o Nietzsche, para desterrar la idea de Dios, señalar a una religión como factor determinante de ésta y otras salvajadas es un no entender nada. Que determinadas acciones se traten de justificar en nombre de un dios o de preceptos religiosos, es algo diferente. La historia de la humanidad está repleta de casos en los que la religión fue pretexto para satisfacer intereses económicos y de poder. En este sentido, la religión hebrea, la cristiana y la islámica, tienen una historia cargada sangre y destrucción. Desde que el hombre ideó a Dios, éste ha sido utilizado por los iluminados para conquistar y asesinar. En todo caso, frente al fundamentalismo religioso y criminal no hay otra respuesta que la razón y una sociedad libre de dogmas, de integrismos y de cielos que se puedan alcanzar con las manos manchadas de sangre.
Hay quien habla de guerra tras la masacre de París. Pero, si es una guerra, ¿quién es el enemigo? Los más exaltados vociferan que el enemigo es un dios concreto, los fieles de ese dios, determinado libro sagrado y todos los seguidores de esas escrituras. Si es una guerra, ¿dónde el frente?, ¿dónde la trinchera?, ¿dónde el ejército enemigo? ¿En los millones de personas que profesan una religión y que con tanta frecuencia son víctimas de similares acciones criminales?
Nos enfrentamos a un grupo de fanáticos, de asesinos que disfrazan sus horrendos actos con alusiones religiosas pero que, muy probablemente, hayan concebido los atentados de París pensando más en nuestra reacción que en el logro de un objetivo concreto. Toda acción terrorista es un acto de propaganda. Lo saben los terroristas y lo sabemos nosotros, aunque siempre estemos dispuestos a ofrecerles la cobertura que no tienen. Nos conocen demasiado bien.
En el caso de París, el objetivo bien pudieran ser los refugiados que huyen del horror cotidiano, por ejemplo, en Siria. Si así fuera, en algún lugar alguien habrá exclamado: ¡Objetivo alcanzado!
Es lunes, escucho a Aram Bajakian: