Revista Cine

Obsolescencia programada: El hombre del traje blanco (The Man in the White Suit, Alexander Mackendrick, 1951)

Publicado el 07 septiembre 2020 por 39escalones

El hombre del traje blanco | El Cine en la Sombra

De la mano, entre otros, del productor Michael Balcon (antiguo mentor de Alfred Hitchcock) y del cineasta Alexander Mackendrick, los estudios británicos Ealing produjeron en la década y media inmediatamente siguiente al final de la Segunda Guerra Mundial un buen puñado de excelentes, impecables y lucidísimas comedias que desde una óptica costumbrista y sin escatimar una mirada socarrona dirigida la idiosincrasia de una sociedad todavía tan profundamente clasista como la británica, se proyectaron como depositarias de un valioso y agudo sentido crítico hacia el modo de vida occidental, tanto desde la perspectiva de la identidad nacional como de los aspectos políticos, ideológicos, económicos o de impostados valores superiores, presuntamente propios de las sociedades occidentales modernas, como la solidaridad entre los seres humanos, en particular entre las clases económicamente menos favorecidas o socialmente más combativas. Plagadas tanto de ironía y flema británicas, ferozmente autoparódicas, como de ciertos ribetes de picaresca y humor negro, algunas de estas deliciosas comedias mantienen plena vigencia más de medio siglo después, si cabe con un contenido crítico que se muestra aún mayor, toda vez que los pecados de aquellos años no han hecho sino acrecentarse, y sus males sociales, agudizarse.

El hombre del traje blanco aborda en una fecha tan temprana como 1951 una de las grandes paradojas, si es que no podemos hablar directamente de mentiras (la otra es ese falso mantra de que el mercado de autorregula), del capitalismo, más propiamente de la deriva de capitalismo exacerbado de corte neoliberal y neoconservador que domina la economía mundial en los últimos decenios con su socialización de las pérdidas, la propiedad privativa de las ganancias y las amenazas de todo tipo que supone para el equilibrio del desarrollo humano y para el sostenimiento del planeta: su supuesta preocupación por el bienestar material de los ciudadanos como primer valor a preservar. Muy al contrario, la película pone de manifiesto la cruda realidad del sometimiento de cualquier consideración (incluida la vida humana, llegado el caso) al único y primer mandamiento, que implica la minimización de los costes y la maximalización del beneficio, utilizando para ello todos los medios, legítimos o no, para mantener la maquinaria en marcha.

En suma, la película cuestiona la sinceridad del sistema en cuanto a la persecución del gran concepto resultante de la guerra, el Estado del bienestar, y lo hace planteando la cuestión de cómo la obsolescencia programada, esto es, la producción de bienes perecederos, a pesar de que los materiales y los medios técnicos pudieran permitir una mayor y, sobre todo, más duradera calidad, de las manufacturas, en este caso textiles, y con ello la retroalimentación de un consumo constante, periódico y fijo, es lo que mantiene en funcionamiento la maquinaria del sistema y la búsqueda incesante de un beneficio mayor, puesto que para el sistema no valen medias tintas; la alternativa se reduce al crecimiento constante o al hundimiento. Pero no estamos hablando de directores de panfletos ideológicos tan abundantes en el cine (llamado) social moderno, británico o no, por lo que el guión de Roger MacDougall, John Dighton y el mismo Alexander Mackendrick supera los discursos infantiles de buenos y malos y no evita la contradicción, los inconvenientes y los problemas que depara la postura contraria. Y es ahí, en ese irresoluble choque de visiones opuestas donde brota el inmenso valor crítico de la cinta, su poder de pervivencia y también el principio máximo de su comicidad.

Partiendo de la industria textil, el pilar económico sobre el que, desde la Revolución Industrial, se construyó la hegemonía imperial británica en el mundo, es decir, junto con la minería, el sector económico más tradicional y rentable durante siglos para el comercio interior y exterior de las islas y de su imperio, Mackendrick construye un soberbio relato que saca los colores a todas las partes implicadas, eludiendo el combate político y mostrando a través del humor y de la caricatura más o menos amable las contradicciones del discurso y las consecuencias, positivas y negativas, de cada postura. En una de estas empresas textiles, Sidney Stratton (Alec Guinness), un oscuro empleado del departamento de investigación, gasta decenas y centenares de miles de libras en un proyecto basado en la intuición personal, la invención de un tejido revolucionario que es a un tiempo irrompible e imposible de manchar. Descubierto por sus superiores, es despedido, pero continúa a escondidas con sus investigaciones tras encontrar trabajo en una compañía de la competencia. El conflicto estalla cuando, inesperadamente, sus investigaciones tienen éxito y crea el primer traje permanente y resistente a las manchas.

Naturalmente, en su nueva empresa se despierta la más efervescente euforia, acompañada de la inevitable paranoia: al cálculo inmediato de costes de producción, ventas millonarias e inagotables beneficios a corto plazo le sucede la preocupación por la preservación del invento, la creación de la patente, la protección frente al espionaje industrial y la preocupación por evitar que la competencia pueda llegar a idear y producir mercancía semejante y, por tanto, el mercado vuelva pronto a la situación anterior. Pero después de la primera borrachera de éxito, surge la incertidumbre: ¿qué pasará si todo el mundo dispone de ropa irrompible y refractaria a las manchas? ¿Quién comprará trajes, camisas, pantalones, ropa interior? ¿Cómo se sostendrá el sector textil? ¿Y sus proveedores? ¿Y la economía? ¿Y el Gobierno? ¿Y el Imperio? ¿De qué comerá, vivirá, la gente, si el sector textil tiene que cerrar, despedir a todos sus empleados y estos dejan de obtener ingresos con los que sostenerse y sostener los otros sectores? El hallazgo se convierte en un peligro, y su inventor pasa de héroe a villano en un abrir y cerrar de ojos. No solo es preciso suprimir el invento, hacer como que nunca ha existido (como, en la vida real, por ejemplo, ha sucedido con diversos mecanismo de motores de explosión que no precisan de hidrocarburos para su funcionamiento), sino proscribir al inventor, borrarlo del mapa, sacarlo del engranaje cuanto antes y para siempre.

Pero esta intención no surge solo entre los magnates del sector, que pronto se reúnen y entablan negociaciones, no siempre leales y sinceras entre ellos, para neutralizar el riesgo de desastre, sino también de sus proveedores, los fabricantes de algodón y otros tejidos, de los comerciantes de tiendas de ropa, de los sastres, las tintorerías, las empresas de detergentes… Y de los sindicatos, porque estos no están dispuestos a que sus afiliados no tengan empleo y no tengan de qué vivir, por lo cual están dispuestos a aceptar el sistema que dicen combatir, incluso con sus males menores para ahorrarse el desamparo total. Aquí radica, precisamente, el valor crítico que enriquece la cinta en su conjunto, puesto que no se limita a cerrar filas con una postura sino que examina, critica y se ríe de todas las sensibilidades inmersas en el problema. La caricaturización de los sindicatos británicos, otro de los rasgos característicos y tradicionales de su economía y de su arquitectura social, resulta demoledora, tanto en conjunto como del sindicalista individual, personificado en una compañera de Sidney, fuertemente ideologizada y dogmatizada, poseedora de una verborrea y de un instinto luchador aparentemente insobornable, pero que no tarda en tragarse sus palabras para cerrar filas con la patronal cuando descubre que la invención de su amigo amenaza su propia subsistencia y la de sus “compañeros” y “camaradas”.

Así, la película va transitando por distintos géneros, desde la comedia costumbrista de sus inicios al humor negro y crítico de su desarrollo, mientras que al final va adoptando cada vez más el tono de una tragicomedia social en la que el benefactor termina siendo un perseguido, un apestado, condenado por su talento, destinado al ostracismo precisamente por cumplir aquellas directrices que, se supone, son las que persigue el sistema o, desconfiando de él, las que dicen defender quienes se oponen a ese mismo sistema. De una lucidez deslumbrante, la modestia de la producción no impide que la maestría de Mackendrick, después uno de los más importantes teóricos y divulgadores del oficio del cine mediante sus clases en la universidad y la conversión de sus apuntes en un magnífico manual de enseñanzas cinematográficas, acompañe al poderoso argumento de una puesta en escena que resalta en cada momento el tono y el registro pertinentes según la progresión de la historia, subrayada por la cercana y nítida fotografía de Douglas Slocombe. Así, los oscuros inicios del personaje, en sótanos, laboratorios y habitaciones angostas y asfixiantes, o en el humilde cuarto de alquiler donde vive, en una casa incómoda y pobre, se tornan en luminosos espacios, amplios exteriores y confortables despachos retratados en tomas largas y con profundidad de campo cuando su traje blanco sale a la luz, mientras que con el enrarecimiento del clima alrededor de Sidney y la conversión de su a priori halagüeño futuro en una persecución sin cuartel, la película se va poblando de ambientes sombríos y atmósferas pesadillescas hasta su conclusión, que no puede ser otra, y que, por tanto, resulta pesimista para el triste Sidney y, en general, para el concepto hoy mitificado del “emprendedor”, otro de los falsos mantras del capitalismo actual.

El presumible frascaso, sin embargo, no proviene de las maquinaciones del sistema, sino de la naturaleza caduca de los sueños humanos, que chocan con el fuerte idealismo de las grandes causas. No obstante, hablamos de una comedia, y el breve epílogo, con el joven Sidney despidiéndose de su pasado, del espectador y abriéndose a un nuevo futuro incierto, viene acompañado de un gesto y de una sola palabra que vuelven a colocar la sonrisa en los labios, implican todo un guiño irónico y la promesa de que no va a rendirse fácilmente, y que la rueda puede volver a girar en cualquier momento, mostrando a un tiempo el carácter indómito del personaje y su naturaleza cándida e inocente, plasmada en su elegante traje blanco, así como su distinción “angelical”, iluminada, respecto al resto de los personajes (el esplendoroso blanco frente a los trajes uniformemente oscuros del resto del reparto). En este es donde radica todo el valor simbólico de la película; no solo su inventor y portador es admitido en círculos más favorecidos por su condición de innovador, sino también por su imagen, por la elegancia de su nueva vestimenta. El traje blanco e impoluto supone tanto una metáfora de la inocencia del personaje como un lienzo sobre el que, a modo de espejo, se reflejan (y resbalan) las ambiciones, grandezas y miserias de quienes se colocan frente a él, o un papel en blanco en el que escribir un nuevo futuro sin mácula, destinado, sin embargo, como su tejido, al universo de los sueños rotos.

Además de Alec Guinness, otros grandes actores británicos como Cecil Parker, Michael Gough o el gran Ernest Thesiger completan el reparto de esta lúcida parábola sobre el enfrentamiento del hombre con las circunstancias, las prisiones sociales, el espíritu de búsqueda irrenunciable y, finalmente, la falsedad de toda idea de progreso.


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