Revista Cultura y Ocio
Por Ezequiel Tena
No es lo mismo predicar que dar trigo. El pensador -a menudo y con buen criterio identificado como "intelectual" desde finales del XIX o principios del XX- se ha sentido en la obligación no solo de diagnosticar la situación sino de proponer un remedio. Tal criterio animó a los regeracionistas de principios del XX (tanto liberales como conservadores) y más tarde a republicanos, socialistas e incluso falangistas. Más o menos de forma ingénua o de manera abiertamente irresponsable, partiendo de una situación tenida por insostenible, las soluciones propuestas iban desde la terapia de la medicación del paciente a la eutanasia del sistema pasando por la cirugía traumática del cuerpo social. De lo utópico (y a veces distópico) del tratamiento propuesto se deduce la posesión de un conocimiento sesgado e insuficiente en distintos grados- cuando no falso y visto bajo la óptica discipular de la ideología que se nos quiere imponer- del intelectual metido a político.
He admirado muchas cosas de Ortega y Gasset. Me gusta no por las soluciones que ofrecía, sí por los diagnósticos que hacía del llamado "problema de nuestro tiempo" y por la cantidad de debates que abrió en las mentes de sus lectores, hasta aquel momento debates inimaginados. Hay que tener en cuenta que en los albores del siglo XX el pensamiento político ni siquiera estaba presente como horizonte en las cabezas de la inmensa mayoría de los españoles; subsistían las formas del Antiguo Régimen. Pero en lo político Ortega no es más que un arbitrista. ¿Y qué cosa es un arbitrista? No quiero hablar de algo tan lejano como la Escuela de Salamanca. Yendo a lo moderno, la definición de la RAE de arbitrista es: "Persona que propone planes que considera infalibles, aunque son disparatados pues no tienen fundamento sólido, para resolver los problemas públicos o económicos de la administración." En este sentido el mesianismo que destilan las teorías políticas es peligroso; cualquier propuesta de paraíso futuro que no entienda la realidad sacrifica el presente y el mañana inmediato a una causa que se desconoce, creando un pasado mañana y un pasado-pasado-mañana cada más alejado de la realidad que para el día se soñó.
Y ahí está el quid de la cuestión: nada más y nada menos que en la comprensión de la realidad. Pretender que esta se conoce, junto a la impaciencia por meter mano a la situación es cosa muy propia del ser humano; siendo así, resulta perfectamente lógico que la experimentación sea la guía del conocimiento. Pero también es causa de una terrible confusión: los sueños de la razón. El pensador no resiste la tentación de inocularse el virus del científico. Él elabora entonces una matemática social y la denomina, por supuesto, ciencia social. ¡Ciencia! Que el pensador sea o no consciente de la ingenuidad de su planteamiento no es baladí. A menudo los grandes pensadores acaban siendo rehenes de la soberbia, rasgo avanzado y acorazado de la tonticie. Hoy vemos espeluznados cómo el desarrollo tecnológico y la ingeniería social van de la mano, cómo en su avanzar incesante trituran siquiera la posibilidad de una reflexión madura sobre la ética de los supuestos y los fines. No corren buenos tiempos para el sosiego para este mundo que persigue a los abismos como caballo desbocado.