El Burning Man es un festival que se hace en el desierto, en lo que se supone en un tiempo fue un lago, donde ya no queda más que polvo y tierra cuarteada. Allí, en mitad de Nevada, se congregan durante siete días más de 50.000 personas que construyen una ciudad temporal basada en la libertad, la creatividad y lo efímero. Es un festival donde se tocan, como las puntas de las varas de un zahorí, el arte y lo espiritual.
Anders Christian Rasmussen y Bo Storm Madsen se fueron para allá y grabaron lo que vivieron, sí, no he dicho “vieron” porque estoy seguro que aquello tiene que ser una experiencia. Con sus Canon 5D Mark II y Mark III se metieron entre los habitantes de este curioso evento y se fijaron en los detalles: los rincones del alma, la luz, el polvo, las ideas rebosantes, la necesidad de renovación, de reinventarse, de llegar allí para deshacerse de una antigua piel tirante y reseca y renacer de nuevo. Somos espectadores pero también somos partícipes.
Y también nos acercan a lo grande. A las estructuras sacadas de Mad Max, al templo que sucumbe bajo el fuego, a los artilugios sin límite de tamaño porque todo lo que allí pase será una mota de polvo en comparación con el desierto.
Y cada persona. Cada uno que aparece en el cuadro de Anders y Bo son pequeñas obras de arte. No es que me maravillen especialmente sino porque no pasarían desapercibidas en el museo de la ciudad. En los 80 era habitual en el cine oir que “NY es una ciudad magnífica, puedes ir vestido de pollo y nadie te va a mirar”. Madrid también es así, y Berlín, y en el caso de Alemania no lo sé muy bien, pero aquí, en el país del cotilleo, si no te miran es para no meterse en líos, no por cosmopolitismo ni mucho menos por tolerancia.
Por cierto, me fastidia bastante cuando la publicidad intenta apropiarse de cosas simplemente porque “son guays” (por muy bien hecha que esté). El Burning Man y los seguros están en extremos opuestos y los colgados no se meten con los trajeados, ¿por qué los otros se aprovechan de ellos?
Volviendo al planeta Tierra, me atrapa especialmente el montaje y la mezcla de sonido. Una música sencilla, de colchón, va jugando con el sonido ambiente y las entrevistas para llevarnos y traernos a la realidad. Por un momento estamos allí entre la multitud y luego salimos para conectar con alguien rezando.
“No es posible retenerlo, por eso hay que volver cada año para refrescar la memoria. Si vuelves otro año para ver algo que te gustó no estará porque se habrá ido”.