Pronto habrán pasado veinte años desde que se comenzaron a cultivar OGM destinados al comercio. En 1994 los industriales comenzaron a ofrecer a los agricultores un tipo de patata y otro de tomate genéticamente modificados para su cultivo. Aunque no conocieron el éxito que la industria agroquímica hubiera deseado, la carrera del cultivo de transgénicos ya había comenzado con la aparición, en 1996, de la soja “Roundup ready”, un tipo de soja resistente al herbicida más vendido en todo el planeta habiendo multiplicado por 15 sus ventas desde su aparición en el mercado. No hace falta ser un meticuloso observador para constatar que la industria agroquímica lleva tiempo desarrollando una estrategia especialmente diseñada para lograr un único objetivo: controlar el mercado de la alimentación mundial.
Los grupos de presión que trabajan para la industria agroquímica imponen a los gobiernos la visión que las grandes multinacionales para las que trabajan tienen de la producción de alimentos. Estos grupos de presión que alteran leyes, retrasan la aplicación de normas y modifican el funcionamiento normal de muchas instituciones de todo el mundo, tienen como objetivo prioritario que sus accionistas sigan aumentado sus beneficios año tras año. Estos beneficios se logran en la mayoría de los casos pasando por encima de los intereses del consumidor y de la conservación del medioambiente. Lo último por lo que se interesa la industria es por los nutrientes y por la calidad de los alimentos que llegan al mercado.
El control que ejerce la industria sobre la producción de alimentos obliga a los agricultores a usar en sus tierras productos químicos ya prescritos previamente y que ella misma produce. El agricultor comienza así a usar estos productos, amenazado por las aseguradoras que, en el momento que alguien se niega a utilizarlos, le retiran la potencial compensación en caso de pérdidas. Por otro lado, la prohibición de usar semillas no catalogadas, hace que el agricultor se vea atrapado en la telaraña química de multinacionales como Dow Chemicals, Dupont, Monsanto y Syngenta entre otras.
Hoy en día se cultivan más de 160 millones de hectáreas (10% de la superficie total) con plantas transgénicas, los principales cultivos son la soja, el maíz y el algodón. El asunto se complica cuando las plantas comienzan a desarrollar resistencia a la química con la que se les trata, lo que incita a usar mayor cantidad de producto. Pero pese a todas estas evidencias, la industria sigue ensayando nuevas manipulaciones genéticas, llevando a hacer resistentes al 2,4 D (un herbicida hormonal extremadamente peligroso compuesto por ácido 2,4-diclorofenoxiacético) a plantaciones de maíz, soja y algodón.
El herbicida 2,4D es un neurotóxico y se sospecha sea el causante de abortos espontáneos, linfomas no hodkinianos y de actuar como perturbador endocrino. El 2,4D contamina peligrosamente la tierra y el agua.
Aprovechándose de la ignorancia de muchos consumidores sobre el tema, la industria agroquímica no cesa de lograr beneficios (la venta de pesticidas genera 44.000 millones de dólares anuales) ni de hacer todo lo posible por aumentar sus ventas.
El consumidor consciente debe organizar su alimentación alejada de la química sintética y en general de las grandes producciones industriales. Una dieta en la que domine proporcionalmente el producto fresco vegetal, compuesto por alimentos locales, éticos y ecológicos. Por otro lado sería imprescindible obligar a la industria a etiquetar sus productos, especialmente los que contienen transgénicos. En Estados Unidos, los Estados de Connecticut y de Maine han preparado leyes para obligar a la industria agroalimentaria a etiquetar aquellos alimentos que contengan OGM. En breve el Estado de Vermont también seguirá el mismo camino. Queda mucho que hacer y la industria quiere más.
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Sobre el (2,4D)
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