La muerte de Alberto Blecua, ocurrida este 28 de enero, deja un enorme vacío en el mundo de la Filología.
Estos días están apareciendo diferentes semblanzas y recordatorios desde el mundo académico, especialmente de aquellos que lo apreciaban, que eran muchos. Todos, en general, destacan la generosidad como uno de sus características más sobresalientes, y tienen razón, porque así era. Además, se resumen los datos objetivos que conforman su vida. Nacido en Zaragoza en 1941, no le abandonó nunca un fuerte acento aragonés que lo convertía en un hombre mucho más próximo de lo que su currículum académico podía hacer suponer.
Empezó su labor docente como catedrático de instituto, en el Infanta Isabel de Aragón, cuya directora era la pedagoga Àngels (o Angeleta) Ferrer. Fue luego profesor de la Universidad de Santiago de Compostela y, posteriormente, de la Autónoma de Barcelona, en cuya cátedra desarrolló toda su labor de investigación y crítica. Estuvo, además, como profesor visitante en otras universidades: la Sorbona, etc.
A pesar de todo, sorprendía a los amigos diciendo que, en realidad, él hubiera querido ser arquitecto. Lo cierto es que era un gran dibujante. Publicó algunas ilustraciones de clásicos en Ediciones Marte y los firmaba con el perfecto anagrama de A. Claube. Ilustró, asimismo, el Mensaje del Tetrarca de Pere Gimferrer.

Si por algo destaca en el mundo académico es por su trabajo en la crítica textual, es decir, en la manera de presentar los textos. Particularmente, recuerdo cuando cursaba yo mis cursos de doctorado, la asignatura de crítica textual, que impartía su padre, don José Manuel Blecua Teijeiro. El primer día de clase, cuando comentó la bibliografía que debíamos utilizar, nos confesó con una sonrisa que encerraba todo el orgullo del mundo, que solo existía en aquel momento un manual sobre la materia, y era precisamente el de su hijo Alberto. El orgullo de padre, sin embargo, se supeditaba al rigor académico, pues este Manual de crítica textual que publicó en 1983 sigue siendo, hoy en día, de obligada consulta y necesaria referencia para todo aquel que se enfrenta con la complicada tarea de editar un texto clásico.

No es un manual farragoso, sino eminentemente práctico, en el que Blecua sintetizó la experiencia que había adquirido en su labor anterior ( En el texto de Garcilaso, o la edición de El trovador de García Gutiérrez) y en el que cimentará sus otros trabajos, la mayoría dedicados a la literatura medieval y el Siglo de Oro. Las ediciones del Lazarillo de Tormes o el Libro de buen amor resultan hoy en día de obligada consulta y de gran rigor académico. Pero no todo fue crítica textual: establecer el texto es el paso imprescindible para comprender la obra. Por eso fue también un sagaz crítico literario que supo interpretar en su contexto las obras. Buenas muestra de ello fue el prólogo a su edición del . Normalmente, el prólogo académico a una edición crítica de la obra suele hacer un balance de la bibliografía y un resumen de las teorías y aspectos desarrollados por la crítica. Sin embargo, su prólogo va mucho más allá: es una lectura personal del gran clásico que conocía al dedillo y donde expone todo su conocimiento e interpretación de la novela. Es importante destacar como algunas notas aclaran pasajes que quedaban todavía oscuros para la crítica especializada.
Gran parte de sus artículos académicos los reunió en los volúmenes Signos nuevos y viejos y Artículos de crítica textual. En ellos supo desarrollar su sagacidad crítica y poner en la práctica sus criterios metodológicos de edición.
Para la posteridad dejó, además, el grupo de investigación un proyecto que lleva su sello, no solo crítico y académico, sino personal. Es un grupo de investigación cuyo objetivo es editar todas las comedias de Lope de Vega (una de sus grandes pasiones), que alcanzan el número de 400, siguiendo unos criterios metodológicos homogéneos. Los Criterios de edición de PROLOPE son un paso más allá de su Manual de crítica textual en el que se da respuesta a los problemas cotidianos en la edición de clásicos y que ayuda a resolver cualquier duda que le salga al paso al investigador. Su consulta resulta imprescindible para realizar cualquier edición.
Hasta aquí los datos objetivos de su persona, aquellos por los que lo recordará la posteridad y que, sin duda alguna, generarán un buen número de homenajes en el mundo académico y que ayudarán a comprender mejor su importancia y peso en el ámbito de la Filología. Pero yo quiero hablar aquí de otro Alberto Blecua: el que conocimos los que tuvimos la suerte de ser sus amigos y de formar parte de la tertulia que empezó reuniéndose en el bar Oxford de la parte alta de Barcelona y que, cuando se cerró, se trasladó a otro cercano, El Yate. Javier Cercas ha evocado esta tertulia en una novela ( La velocidad de la luz), aunque el profesor Cuartero al que se refiere el texto no está inspirado en Blecua, sino, probablemente, en Sergio Beser: "Cuartero y yo apenas habíamos intercambiado algún comentario de pasillo durante mis años de estudiante, pero aquella noche se detuvo a hablar conmigo y con Marcos, nos contó que venía de una tertulia literaria que se reunía cada martes y cada viernes en el Oxford, un bar cercano y, como si la tertulia no hubiese satisfecho sus ganas de conversación [...] nos invitó a tomar una cerveza en El Yate, un bar de grandes ventanales y maderas bruñidas al que Marcos y yo no solíamos entrar, porque nos parecía demasiado lujoso para nuestro presupuesto. Acodado a la barra, estuvimos hablando de libros durante un rato..."
Yo nunca fui alumno de Alberto, pero aprendí de él en esta tertulia lo inimaginable. Lo conocí en la defensa de mi tesis doctoral, dirigida por Rosa Navarro, y él era el presidente del tribunal. He de decir que me hizo pasar un mal trago: su figura, o quizá su nombre, su fama, su currículum, me impresionaban. Al acabar mi exposición, él me advirtió que existía un manuscrito que yo no había utilizado en mi tesis y que desconocía. En realidad, creo que él era el único que conocía ese extraño manuscrito, escondido entre los libros de la recóndita biblioteca del Castillo de Perelada en el Alto Ampurdán. Por suerte, ni él ni el resto del tribunal me lo tuvieron en cuenta y obtuve la máxima calificación. Como tenía por costumbre, Alberto me invitó a participar en la tertulia del Oxford. Cuando nos vimos, me entregó, tal como había prometido, unas fotocopias del manuscrito, cosa que me obligó a rehacer toda la edición, con buen resultado, pues acabé publicando mi estudio.
A partir de entonces, empecé a frecuentar, cuando podía, la tertulia, que por aquello años (hacia el 2000) se hacía solo los martes. Solían venir profesores invitados de otras universidades que habían acudido a impartir alguna conferencia o a participar en congresos, seminarios o, simplemente, de visita en Barcelona. Alberto los agasajaba trayéndolos a la tertulia y a veces invitándolos a cenar. Así, pude conocer a Arne Worren, traductor del Quijote al noruego, a Bienvenido Morros, alumno y compañero, a Jorge García López, a Alejandro García Reidy, que acababa de descubrir el manuscrito de Mujeres y criados de Lope de Vega o a José Manuel Lucía cuando publicó el tercer volumen de su biografía de Cervantes.
Esto nos indica que lo que más le gustaba a Alberto era estar entre amigos disfrutando de una conversación inteligente. Y, sobre todo (a pesar de los crecientes problemas de oído que lo acercaban cada día más a su padre, de quien acusaba la ausencia irreparable), escuchar lo que decían los demás. No quería ser el centro. Por eso, si alguna vez no podía acudir a la cita de los martes, insistía en que lo hiciésemos los demás, porque no se consideraba el centro del mundo.
Los días en los que asistía más gente a la tertulia era después del 15 de octubre, cuando se hacía público el fallo del Premio Planeta y de cuyo jurado formaba parte desde hacía treinta años. Íbamos entonces a hablar con él, le preguntábamos por las novelas premiadas, sobre su calidad literaria y sus posibilidades comerciales, porque en los días previos había guardado siempre un obligado y discreto silencio.
De su conversación aprendí muchísimo. Según Joaquim Parellada, se aprendía hasta de sus silencios. Como investigador me enseñó que lo importante era el libro: tenerlo cerca, verlo, tocarlo, olerlo y hacer una lectura atenta, desentrañando su sentido con los materiales próximos. Para comprender una palabra oscura, había que acudir a los diccionarios de época ( Covarrubias, Autoridades). En cierta ocasión, para interpretar correctamente un pasaje cervantino me mostró una guía de Roma del siglo XVII en la que había encontrado un dato que no constaba en ningún otro lugar.
No creía en las grandes teorías de época, como la caracterización del Renacimiento o qué era el Barroco: siempre habría un texto que se escaparía a las grandes definiciones. Solo creía en el texto y en su consulta directa. Tras su lectura, venía el estudio sobre la época, la atención a los pasajes obscuros al lector contemporáneo, de manera que el crítico debía ir ampliando con su estudio del conocimiento de todo lo que estaba alrededor de la obra. Por eso, solía decir que él no era medievalista, a pesar de haber establecido la transmisión manuscrita de El conde Lucanor o haber determinado la época de creación del Auto de la Pasión o desentrañar un oscuro pasaje del auto primero de La Celestina que acababa demostrando que Fernando de Rojas no pudo escribirlo.
Creo que esta comprensión del hecho literario nacería de la tradición familiar: mientras sus compañeros estudiaban el Siglo de Oro, él lo tenía en casa en la magnífica biblioteca que poseyó su padre y que él heredó en parte (la otra parte pasó a su hermano José Manuel).
Por eso, centró sus estudios en la crítica textual: era la mejor manera de acercarse al texto, entenderlo, interpretarlo para darlo a conocer al público actual. No le gustaban las ediciones con gran aparato de notas eruditas: creía que entorpecían la lectura y restaban protagonismo al texto editado. Quizá esta práctica la encontramos en las notas de El Lazarillo. Pero poco a poco fue depurando las notas y en el Quijote las redujo a la mínima expresión: solo lo necesario para comprender el texto sin perder el hilo de la lectura cervantina.
Alberto conocía los manuscritos como nadie. Recuerdo que una tarde, mientras yo estaba preparando la edición de un manuscrito titulado , subí a la tertulia para consultarle si se podía tratar de un autógrafo de Lope de Vega. Esta era la teoría de Aureliano Fernández Guerra, el erudito investigador del siglo XIX que había poseído y estudiado el manuscrito y apuntado como posibilidad en su primera página. Al poco de mostrarle las fotocopias, lo negó categóricamente, pues se dio cuenta de que había dos manos en el manuscrito, es decir, que había sido copiado por dos personas diferentes. Me mostró la línea en el que se producía el cambio de letra, lo que hacía imposible que se tratase de un autógrafo. Fue un diagnóstico rápido, porque si a algo estaba acostumbrado Alberto era a la letra de los siglos XVI y XVII. Yo perdía la oportunidad de publicar el único entremés conocido de Lope que era, además, autógrafo; pero, a cambio, recibía una sencilla lección de erudición... en un bar tomando nuestras consumiciones. Una vez lo había visto, me pareció obvio y me avergoncé de mi error, pero luego pensé que también había pasado desapercibido para el erudito decimonónico que era Fernández Guerra, que había consumido gran parte de su vida de biblioteca en biblioteca consultando manuscritos. Eso le añadía más valor al juicio de Alberto.
Ya he dicho que el rasgo más destacado de Alberto era su generosidad. A diferencia de otros, no tenía reparos en explicar qué estaba investigando, que escribía o qué iba a publicar en breve. No temía que nadie le robase sus descubrimientos, porque él quería compartir todos sus conocimientos. Quizá por eso ha sido siempre tan admirado como profesor: el conocimiento debía ser comunicado, y no valía la pena tenerlo encerrado bajo las siete llaves del mutismo. Es por esta razón que le encantaba recibir a los amigos en su casa de Centelles donde se había construido una excelentísima biblioteca en la que abundaban primeras ediciones de todos los siglos, desde el XVI hasta el XX. Le emocionaba mostrar un incunable, pero también un manuscrito de Jorge Guillén. Sobre la mesa, enmarcado en un cuadro de fotografía, tenía el autógrafo de un de sus poemas, Perfección.
Del mismo modo, no tenía ningún reparo en que le consultásemos dudas, le preguntáramos sobre datos concretos, libros antiguos, y a menudo se ofrecía para leer lo que nosotros estuviésemos escribiendo. Solía devolver los originales con anotaciones precisas que enriquecían notablemente el texto. No le vi nunca censurar nada ni hacer una crítica destructiva, salvo casos palmarios. Llevado de su generosidad, regaló unos dibujos a Zamir Bechara, asistente a la tertulia, para que ilustrara un libro de poemas que estaba a punto de publicar. Al actor Ricard Borràs le ayudó a localizar textos y textos del Siglo de Oro hasta que pudo darle forma a su espectáculo teatral inspirado en el libro Las palabras y la cosa, de Jean-Claude Carrière.
Por eso, cuando acudía a la tertulia, no solo nos comunicaba lo que estaba escribiendo, sino que también nos comentaba sus dudas, las que surgen al paso mientras se escribe un artículo, unas dudas que humanizaban la figura del gran profesor, erudito e investigador que había sido presidente de la Asociación de Cervantistas, académico de la de Buenas Letras de Barcelona y correspondiente de la Real Academia Española. Además, aunque le molestaban los actos académicos protocolarios, los veía con naturalidad y sencillez. Acostumbrado a ver desde niño a las grandes figuras del hispanismo y de la literatura española, pues por su casa habían desfilado Jorge Guillén, Fernández Montesinos, Eugenio Asensio, Oreste Macrí, Dámaso Alonso y un larguísimo etcétera, no solo no le impresionaba nadie, sino que trataba a todo el mundo por igual. Le gustaba relacionarse con los profesores de secundaria a los que no miraba con superioridad ni condescendencia. Solía recordar que él había sido catedrático de instituto y que curtirse en las aulas de secundaria le había enseñado a dar clases de verdad antes de dar el salto a la enseñanza superior. Creía que la separación que existe en la actualidad entre secundaria y universidad era uno de tantos errores que habían traído los tiempos modernos. Por esto, nos trataba a los profesores que acudíamos a la tertulia (él nos presentaba como catedráticos, aunque no lo fuésemos) como iguales y nos hacía sentir partícipes de sus escritos y de sus inquietudes.
Recuerdo que llegó un día a la tertulia y nos explicó un hecho que él consideraba fundamental en su carrera. Después de haber nacido en una casa donde la literatura áurea era el mundo cotidiano, después de explicar durante años los secretos de los textos, de desentrañar el sentido de los versos de Garcilaso, había logrado componer un endecasílabo, él único que había escrito en toda su vida:
¡Oh jodida vejez, putada fina!
Es un verso precioso, en el que contrasta la seriedad del tema con el léxico coloquial y, a la vez, con su ritmo: un endecasílabo melódico (acentos en 3º, 6ª y 10 ª sílabas), de ritmo dulce y suave, como sugiere su nombre. Así era Alberto, envuelto en esta dualidad entre seriedad, jocosidad satírica y un amor infinito por la tradición y sus textos. Precisamente, por esto, será mejor recordarlo con ellos. Amigos de sus amigos, ¡qué maestro de esforzados y valientes!