Subo a la clase, allá en el pasillo, al fondo, a la izquierda. Hoy va lenta la conexión de internet, cosas del directo, de forma que decido rápidamente volver a los métodos de antes; recojo la pizarra digital, calculo el espacio de pizarra verde -tradicional, clásica, de las de toda la vida- y lo que necesitaré para explicar esto que escucha con poco afán mi público adolescente de hoy, el tiempo que queda hasta que suene el timbre avisando del comienzo del recreo. Me da tiempo y hasta podré explicar pausadamente los deberes para el lunes.
No hay tiza blanca en el borde amarillento de la pizarra.
Busco en mi estuche. Nada: ni un resto -y eso que siempre me guardo un pequeño trozo para estas emergencias. El compañero de enfrente me informa a través de la alumna que le envío que tampoco tiene, pero que si quiero una de color naranja no hay problema, que tiene; de refilón veo cómo la profesora de matemáticas, dos clases más allá, pelea con las ecuaciones en tiza amarilla. Así que no me queda más remedio que echar mano de la tizas de colores y selecciono la más adecuada para la clase de hoy: indudablemente, el color rosa le va muy bien a la explicación de las relaciones sociales en la Edad Media.
Suena el timbre. La parte de pizarra no ocupada por lo digital resplandece en rosa: flechas, cuadros y mayúsculas en reluciente polvillo asalmonado. Antes de bajar de nuevo me paso por la clase en la que entraré dentro de media hora, al otro extremo del pasillo. Esta vez alguien me ha dejado encima de la mesa los restos de una tiza amarilla. Explicaré latín de forma luminosa, entonces.
A este paso, la tiza es lo que va a resultar ser una innovación educativa...