Francisco Javier Sáenz de Oíza era un genio. Sí, un genio. En todas las acepciones de la palabra, incluso en la de "tener mucho genio".
Siempre decía cosas ingeniosas, creativas, estimulantes. Era imposible saber qué fértiles asociaciones de ideas iba a hacer, y eso hacía su discurso apasionante.
A no ser que te tocara terminarle una frase. Eso era angustioso.
A veces tenía un chispazo brillante, lo insinuaba y pretendía que alguien de entre los presentes lo rematara. Imposible. ¿Cómo saber qué era lo que se le había ocurrido?
Una vez, en un curso de doctorado, mencionó de pasada un problema cotidiano que tenía con su caja de compases, y preguntó cuál era la solución. A mí (como supongo que al resto de alumnos) se me ocurrió una respuesta evidente de puro tonta, pero me abstuve (como los demás) de decirla en voz alta. Oíza insistió: Quien diera con ella tenía aprobado automáticamente el curso. Nadie dijo nada. Decepcionado por tener unos alumnos tan lerdos, el maestro dio la solución: Era la que supongo que habíamos pensado todos.
Pero con Oíza eso no era lo normal. Podría haber sido cualquier cosa. Y si no acertabas te exponías a su durísima (por aguda, divertida y mordaz) crítica. Y nadie era capaz de resistir eso.
(Aparte de que, de haber acertado, a ver quién era el guapo que le decía luego que cumpliera su promesa).
A Oíza le gustaba dar cursos sobre "vocabulario arquitectónico" o, mejor dicho, sobre "conceptos básicos sobre los elementos arquitectónicos". Reflexionar sobre qué era un muro, una cubierta, un hueco, una columna, etc. Lo hacía con un ánimo constructivista, concreto y práctico, como para explicar las bases, pero lo bañaba todo de poesía, de espacio, de creación, de filosofía de la habitación humana.
Eran unas clases apasionantes, en las que desde la necesidad estructural del muro de carga y desde su realidad constructiva, se llegaba al espacio y a la definición de las condiciones de vida y función.
Era algo extraordinario.
Oíza adolecía de falta de orden y rigor expositivos. Era incapaz de desarrollar un programa coherente. Pero eso no tenía la menor importancia, porque a cada frase te sugería mil ideas y te abría mil caminos, y cada historia que se salía del temario previsto te sumergía en la aventura. Siempre era mucho mejor el destino encontrado que el previsto.
Lo malo, como digo, es cuando pretendía que alguien le siguiera la idea. Nadie era capaz de hacerlo.
Una vez, en uno de estos cursos, le propuso a su profesor ayudante Francisco Alonso (el magnífico Pacoalonso) que diera una lección sobre "la puerta".
Paco Alonso se preparó el tema con la dedicación y perseverancia acostumbradas en él, y dio una charla exhaustiva y magistral sobre la puerta: Tipos de puerta (correderas, abatibles, basculantes, pivotantes...); materiales (madera, vidrio, acero, aluminio, piedra...), sistemas, cierres, estilos, etc, etc, etc.
La charla duró sus buenos tres cuartos de hora, durante los que Oíza asistió atento y callado. Al terminar, todo el mundo esperaba la felicitación del maestro y, acaso, un par de frases para poner la guinda.
Pero no fue así. Oíza se levantó y le dijo a Paco Alonso que se había equivocado completamente. Que la puerta no es la membrana que cierra el hueco, sino el hueco.
La puerta es la apertura. La hoja anula la puerta, quiere que el hueco vuelva a ser muro, que deje de ser puerta. La hoja abatible, pivotante, basculante, etc, lucha contra la puerta.
La puerta es puerta cuando está abierta. Todo lo demás es no-puerta.
"No te has enterado de nada".
Paco Alonso argumentó, habló, expuso, razonó. Pero ya era todo inútil. (En mi modesta opinión, Oíza tenía toda la razón, pero fue innecesariamente cruel. Podía haber intervenido al principio y haber reconducido la charla de su ayudante, o haberla convertido en un fértil debate).
Hace poco, Santiago de Molina ha escrito una reflexión sobre la puerta. Me pareció muy hermosa y os animo a que la leáis (clicad aquí). Creo que a Oíza le habría gustado mucho. "Las puertas dejan pasar ríos".