La laicidad según Paolo
Flores D'Arcais
Filósofo, periodista.
Editor de la revista italiana MicroMega
La lectura completa de estas “tesis” -redactadas poco después
del atentado terrorista a Charlie Hebdo- probablemente no dejará indiferente a
casi nadie, al margen del nivel de coincidencia o no con las mismas.
Hemos expuesto primero los once enunciados o párrafos
iniciales para facilitar una visión general de estas “Once tesis sobre la
laicidad” de Flores d’Arcais.
1. La laicidad se ha convertido en una cuestión de vida o muerte en
sentido literal. Constituye, y no por casualidad, la cuestión crucial de la
democracia.
2. Ni Dieu... Si la religión en la esfera pública es nada menos que un
valor añadido, … el «argumento Dios» debe tener plena legitimidad en la
discusión política, en los comicios electorales, en los debates televisivos.
3. Dado que constituye su fundamento, su antecedente histórico, que es
también su presupuesto lógico, la laicidad es el criterio de orden superior y
preliminar de la solución de los problemas de la democracia.
4. Por consiguiente. La religión es compatible con la democracia
únicamente si está dispuesta y acostumbrada a desterrar a Dios de las
vicisitudes y de los conflictos de la ciudadanía…
5. Una religión compatible con la democracia tiene que aceptar que esta
pueda ser Sodoma y Gomorra.
6. En realidad existe también una fe (una sola) que no es en absoluto
tibia, una fe apasionada, incluso exaltada y sin embargo compatible con la
democracia…
7) Pero, ¿quién decide cuál es la frontera entre la ofensa y la
crítica? La ofensa es un sentimiento peculiarmente subjetivo…
8) Todas las religiones, y sin duda todos los monoteísmos, llevan en su
seno la tentación teocrática…
9. La modernidad surge de la sinergia contingente de herejía+ciencia,
pero la ciencia ha demostrado ser asimilable y metabolizable por la fe,
compatible con la ausencia de laicidad.
10. La coherencia del desencanto celebra su apoteosis en el «ni Dieu ni
maître», como hemos visto. Ni maître, pues.
11. La laicidad es la coherencia de la libertad. La intransigencia de
la libertad…
Once tesis sobre la laicidad
1. La laicidad se ha
convertido en una cuestión de vida o muerte en sentido literal. Constituye, y no por casualidad, la
cuestión crucial de la democracia. Aunque lo habíamos olvidado, aunque
habíamos considerado que la laicidad ya era algo conquistado, hasta el extremo
que incluso el pensamiento «laico» de prestigio teorizaba su superación como
sublimación (la indefectible Aufhebung hegeliana): la sociedad post-secular.
El pasado 7 de enero, el terrorismo islamista ha devuelto a
la realidad a las democracias: la matanza de la redacción de la revista Charlie
Hebdo es una declaración de guerra a la libertad de expresión, a la laicidad,
al desencanto, a la modernidad, es decir a las estratificaciones lógicas e
históricas cada vez más lejanas y más profundas que constituyen los cimientos
de la democracia.
Que esa progresión de los cimientos era lo que estaba en
juego fue algo que había entendido bien la pasión ilustrada y republicana de
las masas de París y de toda Francia, y que expresó con la mayor manifestación
callejera registrada desde los heroicos tiempos de la Liberación. La emoción
popular de una forma más significativa
si fue inconscientemente representó el máximo de lucidez y de comprensión
racional del acontecimiento: los terroristas quisieron apuntar contra el
corazón de las libertades «occidentales» en tanto que libertades a secas: la
coherencia del desencanto.
Un choque de civilizaciones que no contrapone entre sí el
islam y el mundo judeocristiano, sino que divide y enfrenta dentro de ambos
mundos, y de cualquier otra constelación-cultural-geopolítica. En efecto, no se
trata de una guerra santa entre religiones, sino de la guerra de lo Sagrado
contra el autos nomos, el «darse la
ley a uno mismo», la soberanía del Homo Sapiens
sobre sí mismo, que viene a sustituir en este mundo al heteros nomos, a la soberanía de Dios, como fuente de legitimidad a
la hora de dictar los ordenamientos, los valores, los derechos y deberes de
cada cual.
Lo sagrado vs. el desencanto. Una guerra que divide al laico
intransigente del laico acomodaticio, mucho más que al creyente del no
creyente, y que pone de manifiesto los dos grandes «partidos» históricos que
recorren Occidente, el de la coherencia o el de la hipocresía respecto al
desencanto y a su lógica.
La laicidad es un corolario del desencanto, y la libertad
hasta la burla de cualquier tipo de poder es el corolario de ambos, el pleno
desarrollo del autos nomos, cuya culminación
es por consiguiente el corolario libertario (y libertino) que proclama: Ni Dieu ni Maître…
2. Ni Dieu... Si la
religión en la esfera pública es nada menos que un valor añadido, como lleva
repitiendo Habermas desde hace años en un crescendo, el «argumento Dios» debe
tener plena legitimidad en la discusión política, en los comicios electorales,
en los debates televisivos. Por consiguiente, ese mismo argumento tiene
pleno derecho para resonar en los hemiciclos parlamentarios a modo de
motivación para promover, aprobar o rechazar un proyecto de ley. Sería
paradójico e incoherente que una justificación válida para decidir, en el dia-logos
entre ciudadanos, a quién elegir como
representante de la soberanía de cada uno, posteriormente quedara desterrada
del debate con el que los «diputados» de esa misma soberanía llegan a decretar
la ley. Sin embargo, si la voluntad de Dios constituye una buena razón democrática para
instituir unas medidas normativas vinculantes para todos los ciudadanos, a mayor
razón valdrá como motivo que invocar en las salas de los tribunales y en sus
respectivas sentencias, con las que la norma general y abstracta se aplica a
los detalles concretos de cada caso en particular.
¿Pero es que hay alguien, que se proclame laico (y da igual
con qué adjetivos limitativos), que esté dispuesto a admitir que se condene o
se absuelva a un imputado porque «Dios quiere»? Las pretensiones teocráticas
quedarían perfectamente satisfechas si así fuera.
La esfera pública es una e indivisible, también y
precisamente por la riqueza y la pluralidad de sus articulaciones, que hacen de
ella una complejidad circular de
ámbitos comunicantes.
Si el nomos de
Dios es admisible en uno de esos ámbitos, no puede quedar excluido de los
demás.
Por ello, la alternativa es drástica. O el destierro de Dios
de la totalidad de la esfera pública, o la irrupción de Su voluntad soberana dictada -como sharía o descifrado por cualquier otro medio-
en todas las fibras de la vida asociada. Aut
aut.
Cualquier «apertura» de la laicidad que provoque fisuras y
grietas en el rigor de su lógica constituye un «caballo de Troya» de las
pulsiones teocráticas de colonización de la existencia colectiva. Justamente
por eso es inherente a la democracia
el ostracismo de Dios, de su palabra y de sus símbolos, de todo lugar donde el
protagonista sea el ciudadano: incluida la enseñanza, mejor dicho, ante todo en
la enseñanza, dado que es el ámbito de su formación. Al fiel le siguen quedando
las iglesias, las mezquitas, sinagogas, y la esfera privada «in interiore homine».
3. Dado que
constituye su fundamento, su antecedente histórico, que es también su
presupuesto lógico, la laicidad es el criterio de orden superior y preliminar de la solución de los
problemas de la democracia. El eslabón crucial del despliegue, hasta su
cumplimiento, del autos-nomos en desarrollo
por filiación: desencanto >laicidad >soberanía de todos y de cada uno.
Esa es la verdad. El «darse la ley por uno mismo», en vez de
obedecer a la ley eterna de Dios, que hace del Homo sapiens el creador y señor
de la norma, posee una lógica incontenible. Una vez asumida, es decir des-encadenada de los cepos del heteros divino, tiene que encarnarse progresivamente en las
sucesivas conquistas históricas de universalización del autos humano: desde la laicidad de «etsi Deus non daretur» [como si Dios no existiese] para los
soberanos, que para los súbditos suena «cuius
regio, eius religio» [la religión del reino es la misma que la de su rey],
pasando por la soberanía compartida con unos parlamentos representativos
censitarios, posteriormente por la «liberté»
indisolublemente ligada a la «égalité»
y la «fraternité» del primer sufragio
«universal», hasta su implementación con el derecho al voto de las mujeres. O
bien retroceder y desvanecerse en la restauración de la heteronomía de lo
Sagrado. Hasta las heces, eventualmente: hasta la teocracia.
Pero ¿qué heteros,
si el Único Dios se ha vuelto plural? Desde que los monoteísmos suplantaron a
los tolerantes panteones «paganos», hibridables e intercambiables, la voluntad
de Dios, para funcionar como regulador social, tiene que ser Una. El Nomos al que se debe obediencia, para
ser reconocido por todos como fuente tranquilizadora de sentido y de seguridad,
tiene que ser incontrovertible, y por
tanto, necesariamente Uno.
La herejía, si no se erradica con la hoguera y logra
consolidarse como interpretación alternativa, lo mina irremediablemente. Lo
Otro y lo Alto, si no permanece Uno, si queda definitivamente escindido,
deviene polemos, entregado a una
ordalía interminable.
Pero el juicio de Dios solo es visible como veredicto del
campo de batalla. Así pues, para no destruir con las guerras de religión las
sociedades que tiene que gobernar, la soberanía del Nomos divino debe ser neutralizada.
El instinto de supervivencia obligó a la Europa de los
soberanos a aceptar la impía invasión de la laicidad, que por fin verá cómo los
bárbaros el Tercer Estado y los sans-culottes
se apoderan de la soberanía cortándole la cabeza a los Soberanos.
Una vez que se instituye la esfera pública de forma
democrática, volver a legitimar a Dios dentro de ella significa inocularle el
virus por el que el recorrido en dirección inversa se hace inminente y
acechante, hasta la guerra civil de religión, potencial y permanente.
4. Por consiguiente.
La religión es compatible con la
democracia únicamente si está dispuesta y acostumbrada a desterrar a Dios de
las vicisitudes y de los conflictos de la ciudadanía, únicamente si está
preparada para cumplir el primer mandamiento de la soberanía republicana: no
pronunciar el nombre de Dios en lugares públicos.
La religión es compatible con la democracia únicamente si
está domesticada, es decir, conversa
a la autonomía absoluta de la norma civil respecto a la ley religiosa.
Únicamente si está convencida de que la sanción espiritual del pecado no puede
pretender que el brazo secular acuda en su ayuda para convertirlo en delito.
Además, la religión tiene que aceptar la libertad del pecado como derecho de
cualquier ciudadano: el pecado mortal garantizado y protegido por la ley, si
eso es lo que ha decidido la soberanía del autos
nomos. Aceptar e interiorizar.
Así pues, las religiones compatibles con la democracia son
religiones dóciles, que han
renunciado a cualquier tipo de fe militante (de sharías y mártires, o de legionarios de Cristo y otras comuniones y
liberaciones) que pretenda imponer al siglo la moral religiosa. Son religiones sometidas, que han interiorizado la
inferioridad de la «ley de Dios» respecto a la voluntad soberana de los hombres
en este mundo. Son religiones re-formadas,
porque habitúan a los fieles a una vida serenamente dividida entre el
ordenamiento de la salvación y el ordenamiento de la convivencia, entre la
obediencia personal a los mandamientos divinos y la obligada promoción de la
libertad de transgredirlos de los demás.
La venerada fórmula «dad a César lo que es de César y a Dios
lo que es de Dios» es totalmente inservible, porque no delimita la frontera
entre los dos ámbitos. ¿Quién decide lo que es de Dios o de César: Dios o
César?
Sin embargo, en cuanto el autos nomos de todos y cada
uno se convierte en el «César», ya no
puede tolerarse la mínima ambigüedad: la soberanía democrática es la única
soberana, e instituye la libertad religiosa como libertad de culto y de
conciencia, a condición de que no interfiera con las libertades republicanas, a condición de que los creyentes asuman como
deber cívico propio e irrenunciable
el «muro de separación entre política y fe.
5. Una religión
compatible con la democracia tiene que aceptar que esta pueda ser Sodoma y
Gomorra. Es más, tiene que interiorizar, como virtud cívica a la que el
creyente no le está dado sustraerse, el alegre despliegue del pecado en el
mundo, que para la fe es contra natura, o el doloroso recurso al pecado que
arrebata a Dios el monopolio sobre la vida y la muerte. Y muchas otras
abominaciones, como florecimiento de las libertades plurales de los ciudadanos
soberanos.
Un resultado totalmente imprevisto cuando se teoriza y se
instaura la laicidad, pero indiscutible consecuencia del principio.
Cuando Roger Williams funda en 1636 la colonia de Providence
y posteriormente Rhode Island, para que allí puedan convivir unos cristianos
que en el viejo mundo se degollaban entre ellos, junto a los nativos animistas
e idólatras, a los judíos, que durante siglos habían sido «deicidas», e incluso
junto a los agnósticos y los ateos, todos ellos con plena libertad de
conciencia en una inaudita separación de autoridades civiles y religiosas;
cuando Thomas Jefferson, autor de la «Declaración de Independencia» y tercer
presidente de Estados Unidos, esculpe la fórmula del muro de separación, nadie se imagina que las conciencias de los
individuos, a la que ahora se encomienda la creación de la norma, puedan desear
una moral sexual diferente de la de un «buen padre de familia».
En cambio, hoy en día el relativismo moral es el corolario
ineludible de la libertad de conciencia. El Homo
sapiens es irreversiblemente («imperante
laicitate») dueño y señor del mundo de la norma. El nacimiento, la
sexualidad, la muerte, los momentos cruciales y los aspectos fundamentales de
la existencia, se sustraen incluso al último disfraz del hetros nomos, la «moral natural». Que todavía sigue esgrimiéndose
como arma ideológica para imponer la propia ética a los demás, pero que en la
igualdad de los ciudadanos soberanos se desmorona definitivamente.
La igualdad democrática implica plena libertad de elección
de cada cual respecto al nacimiento,
la sexualidad y la muerte, siempre y cuando no suponga atropello de una
idéntica libertad ajena. Así pues, para seguir siendo compatible con la
democracia, la religión debe renunciar a utilizar la leyenda de la «moral
natural» (o el embuste de que un feto ya es «persona» desde la concepción),
para oponerse al derecho de un ciudadano a la eutanasia, a los anticonceptivos,
al aborto (durante los primeros seis meses de embarazo), por no hablar de la
fornicación, el matrimonio entre personas del mismo sexo, la promiscuidad
sexual de acuerdo con todos los gustos y preferencias.
6. En realidad existe también una fe (una sola) que no es en absoluto tibia, una
fe apasionada, incluso exaltada y sin embargo compatible con la democracia:
la que considera un deber para con Dios respetar la libertad de los hombres hasta el pecado mortal y la impiedad,
dado que tan solo el Todopoderoso puede decidir quiénes son los llamados y los
elegidos.
Henchido de esa fe, Roger Williams, un pastor puritano que
no tolera ninguna iglesia como jerarquía o como poder que no sea exclusivamente
espiritual, se convierte en el pionero y el apóstol de la laicidad en el Nuevo
Mundo. De la decisión política como ateísmo práctico.
Igual, si parva
licet..., que los escasísimos católicos italianos que invitaron a votar no en
los referendos con los que los papas y sus lacayos parlamentarios querían
derogar las leyes que instituían el divorcio y consentían el aborto.
Pero, ¿cuántas son las religiones existentes (no las
conciencias religiosas laicas individuales de elevados, y por consiguiente
laicos, sentimientos) que están dispuestas a interiorizar los límites, las
obligaciones y la espiritualidad que el autos nomos impone al universo de lo
sagrado para que no agreda a las libertades democráticas?
La libertad de religión que garantiza la democracia es tan
solo un subconjunto de la libertad de conciencia y de opinión, y por
consiguiente es también libertad respecto
a la religión, libertad de crítica de la religión, de burla de sus dogmas
en tanto que supersticiones, de sus profetas y santos en tanto que impostores,
de sus celebrantes en tanto que fanáticos y/o sepulcros blanqueados. En otras
palabras, e inequívocamente: la libertad de religión es, también y siempre,
libertad de ofensa a la religión.
Eso es exactamente lo que rechaza y combate la «laicidad»
abierta o positiva. Que, detrás de su
seductora adjetivación diluye y lesiona la laicidad a secas, al trocar la
coherencia del autos nomos y del desencanto por el reconocimiento público
de las religiones, haciendo pasar como deber cívico el respeto a todas las afirmaciones,
interpretaciones y lecturas de lo Sagrado: revanchismo del heteros nomos.
Resultado: los cristianismos y los judaísmos que, a la
fuerza o por auténtica evolución, se habían plegado a, o habían madurado la
lealtad cívica de la laicidad, están engendrando, a modo de mímesis y emulación
de las comunidades islámicas y de sus éxitos ante las soberanías democráticas
proclives a lo políticamente correcto, movimientos militantes de ocupación de
la sociedad civil y de reconquista de la esfera pública. Y, como puesto
avanzado del asentamiento, el reconocimiento de lo Sagrado bajo la forma de
castigo y prohibición de la ofensa a
cualquier religión.
Eso es exactamente lo que rechaza y combate la «laicidad» abierta o positiva. Que, detrás de su seductora adjetivación diluye y lesiona
la laicidad a secas, al trocar la coherencia del autos nomos y del desencanto
por el reconocimiento público de las religiones, haciendo pasar como deber
cívico el respeto a todas las afirmaciones, interpretaciones y lecturas de lo
Sagrado: revanchismo del heteros nomos.
Resultado: los cristianismos y los judaísmos que, a la
fuerza o por auténtica evolución, se habían plegado a, o habían madurado la
lealtad cívica de la laicidad, están engendrando, a modo de mímesis y emulación
de las comunidades islámicas y de sus éxitos ante las soberanías democráticas
proclives a lo políticamente correcto, movimientos militantes de ocupación de
la sociedad civil y de reconquista de la esfera pública. Y, como puesto
avanzado del sentamiento, el reconocimiento de lo Sagrado bajo la forma de
castigo y prohibición de la ofensa a cualquier religión.
7) Pero, ¿quién
decide cuál es la frontera entre la ofensa y la crítica? La ofensa es un sentimiento peculiarmente
subjetivo, tanto más resentida cuando
más hipertrófico es el ego del creyente, su sensibilidad terrenal, su
narcisismo por identificación con el grupo.
Pero hay que tener cuidado: la prohibición de ofender a las
religiones deja la libertad de crítica a merced del fundamentalista, le
legitima como juez civil de la censura, dado que no existe una medida
«objetiva» que pueda marginar su «sentir» hacia la impiedad por considerarlo
excesivo o patológico. Por lo demás, los creyentes «moderados» (de todos los
monoteísmos) no se distinguen de los fundamentalistas en lo que respecta al
resentimiento contra la blasfemia y la burla, sino sobre todo, y casi
exclusivamente, en lo que respecta a la magnitud de la sanción que consideran
justificada: el puñetazo del papa Bergoglio en vez de la ráfaga de metralleta
de la rue Nicolas Appert.
Sin embargo, una vez canonizada la ofensa y por consiguiente
la susceptibilidad subjetiva que la percibe como criterio para definir la
falta, esa misma susceptibilidad se convierte en juez a la hora de determinar
la pena. Porque el ultraje a Dios o a su Profeta, o a la Virgen, o a la
Segunda, y sobre todo a la Tercera Persona de la Trinidad (en efecto, el pecado
contra el Espíritu Santo es imperdonable,
Marcos, 3, 28-29) es incomparablemente más grave que cualquier delito contra
ese ínfimo ser comparado con Dios (o con
la Virgen o con el Profeta) que es el espécimen corriente de Homo sapiens que somos todos.
A menos que nos tomemos en serio la definición de Dios,
Clemente y Misericordioso, infinitamente bueno y ante todo Omnipotente, y por
consiguiente inalcanzable para el hombre al ser incomparable en su finitud, y
en que ciertamente tampoco puede hacer mella ese acto tan insignificante,
comparado con Su infinita Majestad, que sería cualquier ofensa humana, demasiado humana. Un
ateísmo práctico del que es capaz algún que otro místico o epígono de Roger
Williams, no las religiones realmente existentes, voluptuosas de reconocimiento
terrenal.
Únicamente el ateísmo es la coherencia de la laicidad
generada por el desencanto. El ateísmo de masas, por lo menos como ateísmo
práctico del ciudadano cuando es ciudadano, que tan solo unos pocos fieles
saben conciliar de verdad con la fe por su Dios de salvación. Por lo demás, el
ateo es ultrajado en su sensibilidad ilustrada y crítica por cada acto y cada
palabra de las supersticiones religiosas, y sin embargo acepta la ofensa
cotidiana serenamente, como inevitable tributo a la libertad.
8) Todas las
religiones, y sin duda todos los monoteísmos, llevan en su seno la tentación
teocrática y la reserva mental hacia el autos
nomos que inaugura la modernidad y la secuencia laicidad > soberanía>
democracia que generó.
Pero, hoy en día, el islam de una forma especial. Hace casi
mil años tenía a sus teólogos y a sus filósofos mucho más adelantados por
«racionalidad crítica» que los europeos, y después se quedó parado. No tuvo su
Reforma, ni el efecto colateral de imprevista heterogénesis de los fines por el
que la religión acaba renunciando a la teocracia. No acepta la división secular
entre el poder civil y la ley religiosa, puede tolerar eventualmente los nichos
de otros monoteísmos en sus territorios, pero no la libertad religiosa, habida
cuenta del papel central del concepto de apostasía, castigado con la muerte,
para quien abandone la fe de Alá. Su Libro no fue inspirado por Dios, sino dictado por Él al Profeta, palabra por
palabra, y por consiguiente ajeno a la hermenéutica de lo alegórico: muerte
quiere decir muerte, lapidación, lapidación.
La distinción occidental entre islam fundamentalista e islam
moderado es insensata cuando se refiere a los regímenes y los gobiernos, puesto
que «moderado» por antonomasia es el reino saudí, donde la sharía se aplica con unas coreografías públicas de una espeluznante
ferocidad.
No todo el islam es fundamentalista, huelga decirlo, no todo
el islam es fanático, faltaría más. Pero hasta ahora, el islam dispuesto a
reconocer la libertad religiosa, de la que la burla religiosa es un aspecto
irrenunciable (por otra parte las religiones por definición se tachan
mutuamente de «falsas y mentirosas»)
sigue siendo un episodio de individuos aislados, perseguidos en su patria,
nunca hegemónicos en la emigración, es más, cada vez más ignorados o
repudiados.
Hasta el extremo que la teocracia edulcorada de Tariq
Ramadan pasa por ser un islamismo «abierto».
Así pues, es tarea de los fieles del Profeta consolidar y
hacer hegemónico un islam reformado, hoy prácticamente inexistente.
Empezando por centrarse en la capa de ambigüedad de ese
islam que no deja de salmodiar un sincero no al terrorismo, pero desde una
machacona intolerancia hacia quienes insultan a su Fe y a su Profeta. Y es
tarea del Occidente que se dice laico no brindar apoyo a tales aberraciones,
concediendo por el contario todo tipo de espacios, voces y recursos al islam
minoritario dispuesto a la modernidad democrática.
9. La modernidad
surge de la sinergia contingente de herejía+ciencia, pero la ciencia (que hoy ya
no está dando sus primeros pasos) ha demostrado ser asimilable y metabolizable
por la fe, compatible con la ausencia de laicidad. En el fundamentalismo
jomeinista, el chador convive con el chip electrónico, en el fundamentalismo
terrorista con los explosivos de última generación y el sabotaje de los hackers en Internet.
La herejía, no. La herejía, una vez puesta en libertad,
rompe la rotunda unidad de una comunidad de fe, legitima la disensión hasta el
disidente individual, y por ello muta en libertad de conciencia, de opinión, de
organización, en reivindicación incontenible de soberanía igual.
La pretensión de respeto
por la religión de uno, con su corolario de reconocimiento público para toda
comunidad que sea su vehículo, niega al individuo justamente en su derecho a la
herejía, a la apostasía, a la existencia singular,
lo encadena a la pertenencia de fe-y-sangre, lo reduce a función de la
comunidad. Quien exige respeto por lo Sagrado impone al mismo tiempo, tanto si
es consciente de ello como si no, el respeto por la comunidad de los creyentes
donde el nomos de la fe y las
jerarquías forman un todo, que por consiguiente el individuo tendrá que
respetar, reproducir, fortalecer. En perjuicio y humillación del cuerpo y del
espíritu de la mujer, siempre y de cualquier forma.
El Occidente que en Londres legitima los tribunales de la sharía para dirimir conflictos matrimoniales,
familiares, de herencias, o que en Berlín autoriza la exención de las chicas de
las asignaturas de biología y de gimnasia, y que en todas las metrópolis del
viejo y del nuevo mundo finge desconocer la práctica de los matrimonios
forzosos por cientos de miles, pisotea las libertades más elementales que desde
hace siglos ha venido proclamando como imprescriptibles,
e inviolables incluso por la mayoría más aplastante, pero que ahora se arrojan
a merced de las minorías patriarcales. Una forma de racismo.
El respeto al que está obligada la democracia, y que, es
más, constituye su fundamento, tiene que ver con las libertades de todos y cada
uno, incluida la crítica vivida como burla, no la «libertad» de unas
comunidades que pueden suponer la anulación y la aniquilación de las primeras.
La ciudadanía igual es la única identidad que debe tutelar la democracia como
elemento imprescindible. Impidiendo, mediante la educación para la laicidad,
que no solo la violencia sino también la presión social y la manipulación
psicológica perpetúen la sumisión al conformismo patriarcal.
10. La coherencia del
desencanto celebra su apoteosis en el «ni Dieu ni maître», como hemos visto. Ni maître, pues.
Para que todo el mundo viva la ciudadanía como su propia
identidad, para que el ciudadano no sienta que le apremia la necesidad de una identidad
vicaria, es preciso que la democracia cumpla todo lo prometido: la soberanía
igual, el poder igual de todos y cada uno. Que por lo menos se vaya aproximando
a ella, asintóticamente, como alma y brújula irrenunciable de su vivencia
cotidiana, de su crónica política. Ese poder igual será delegado en su
ejercicio legislativo y ejecutivo, pero la soberanía simétrica que «se
representa» en el Parlamento no puede convertirse en un espejismo y degenerar
en una farsa sin que se desencadene la pulsión de comunidad, que en el Uno de
la obediencia y de la exaltación (desde
el Fondo Sur de un estadio a la umma)
suplante la fraternité prometida y sustraída por una democracia
traicionada.
«Liberté, égalité,
fraternité» constituyen una hendíatris,
el enlace indisoluble de valores donde cada elemento se interpreta vinculado al
posterior, y no hay libertad en conflicto con la igualdad, y donde no hay igualdad
en conflicto con la fraternidad, y mucho menos separación de las tres sin que
se ponga en peligro la democracia misma. En la terminología de Jefferson en la
Declaración de Independencia, se llamará el «derecho a la búsqueda de la
felicidad», para todos.
Solo se puede luchar contra la deriva
comunitaria/identitaria, caldo de cultivo de todo tipo de revanchas de fe, de
sangre y de tierra, de las que el terrorismo,
«in partibus infidelium» es la versión carnicera pero lógica, haciendo realidad la democracia,
aumentando incansablemente, para todos, la libertad, la igualdad y la
fraternidad: poder igual. Lo
contrario de lo que ocurre en las democracias que existe n en la realidad. Que
después de los meses de pasión del maquis
y de la Resistencia, y la bocanada de aire fresco de mayo del '68, tan solo
conocen stablishments que lobotomizan
la soberanía, desbocan la soberbia de la desigualdad, pisotean la fraternidad en
la idolatría liberal y en la apoteosis de los juegos de azar financieros.
La libertad es también libertad material. El «muro de separación» de la laicidad no es un
formalismo procedimental, sino ethos del
autos nomos en su esencia igualitaria, además de en su esencia
libertaria. Emancipación social permanente.
11. La laicidad es la
coherencia de la libertad. La intransigencia de la libertad. El extremismo de la libertad.
Pero la libertad, por naturaleza, no es ilimitada. En
efecto, ab-soluta solo es la libertad
de quien en los demás posee súbditos (o
«ama» criaturas), no a sus iguales.
La libertad ab-soluta es por definición únicamente la de Dios, y la de su
Ungido en la tierra. La libertad igual encuentra por definición su límite en la
igual libertad de todos los demás.
El racismo niega la precondición más elemental de la
libertad igual, incluso impide que sea concebible algo como la «dignidad
humana», ve en el otro, de rasgos escogidos arbitrariamente (por nuestro ADN
somos todos infinitamente mestizos, y la humanidad más «pura», es decir
originaria, proviene de África), un instrumentum
vocale, materia a la que esclavizar.
La «libertad de racismo» es la activación culpable de un
bacilo de deshumanización, el cultivo in
vitro de un virus pestilente, su
dispersión masiva. El logos racista es un virus que apunta directamente contra
las libertades. No constituye libertad de opinión, sino un criminal juego de contagio
contra la libertad.
Pero no se debe jugar con las palabras. El antisemitismo es
racismo, el antijudaísmo y el anticristianismo, si no hacen amalgama con presunciones
de razas, siguen siendo críticas más que legítimas a las religiones (y por
consiguiente, la islamofobia no es
racismo, exactamente igual que la papistofobia de los roundheads de Cromwell), el
antisionismo es oposición a una ideología política.
Los fascismos también significaron la supresión sistemática
de libertades en consonancia con su doctrina, su ideología sus valores, y
por consiguiente la nostalgia, la apología, la propaganda, la reorganización de
los mismos no pueden formar parte de la constelación de las libertades: sería
masoquismo de la democracia crear las condiciones que hagan necesario una vez
más (una vez de más) «sortir de la paille
les fusils, la mitraille les grenades», correr el riesgo de cárcel y
tortura, sacrificar la vida, para derrotar a una peste negra ya derrotada.
El racismo y los fascismos, las únicas limitaciones de la
«libertad» que exige la libertad.
Para todo lo demás, basta con unas leyes que protejan de la difamación (a los
individuos, y por unos hechos concretos que tienen que ser de una gravedad
puntual y perfectamente detallada) y persigan la instigación a delinquir
(también en ese caso con una circunspecta limitación a los casos gravísimos y
directos).
La laicidad es una cuestión de vida y muerte para la
democracia. Y para ambas cosas ya es cuestión de supervivencia un inaplazable crescendo de poder igual, político y material.