La demagogia deviene consustancial a la libertad de expresión en los sistemas, como el nuestro, donde el consenso restringe la libertad de pensamiento. Si todo el mundo puede opinar con la misma legitimidad sobre cualquier tema, es inevitable que se produzca una selección al revés de los opinantes y una degradación cultural de las opiniones.
La proclividad a lo vulgar eleva socialmente a los especialistas en opinar sin razonar y desciende sus criterios al de la opinión más ordinaria, que por ser la común es la que menos fundamento requiere. Son populares porque opinan como el pueblo, incluso en materias científicas, estéticas, jurídicas o técnicas. Si no se avanza una opinión nueva, ni se contradice la imperante, no hay que aburrir con pedantes o superfluas argumentaciones.
La prensa vive en una tensión opinativa. No porque mezcle opiniones de la derecha clásica con otras de la izquierda tradicional, pues todas son comunes en tanto que convencionales, y les basta con mostrarse sin necesidad de demostrarse. Eso sólo denota liberalismo político. La tensión real la produce la oposición entre lo nuevo por saber y lo viejo consabido, que es el conflicto típico del liberalismo cultural.
Así, algunos medios incorporan esa tensión cultural en la estructura editorial de sus periódicos y razonan, contra la demagógica opinión común, que es la del gobierno, por qué la inteligencia y la moralidad de las naciones europeas no deben apoyar la estrategia palestina, basada en la amenaza terrorista a Israel, aunque sea cruel la respuesta talionista de éstos. Es una opinión fundada en serios argumentos, aunque pueda no ser compartida.
Otro emite una nueva opinión contra la idea común de que al arte abstracto y la experimentación pictórica son progresistas. Como quien opina es artista, no basa su criterio en argumentos de la razón sino en los sólidos valores objetivos que las obras geniales prestan al juicio estético. Las preferencias del joven artista estaban justificadas. La pintura «burguesa» de Ingres no sólo era estéticamente preferible a toda la experimental, sino incluso a la del decadente clasicismo de su contemporáneo David.
Las obras de arte no son progresistas o reaccionarias por el contenido temático o por su grado de abstracción, sino por el avance o retroceso en las formas artísticas de expresar emociones bellas o sublimes. El pintor del asesinato de Marat nunca dejó de ser antiguo. Y, salvo en el esbozo de Madame Récamier, careció de originalidad pictórica. Mientras que el moderno Ingres constituyó uno de los dos paradigmas (el otro fue Delacroix) que permitió la gran eclosión de la pintura francesa en la segunda mitad del XIX.
Hasta tal punto esta pasión es conmovedoramente progresista que en dos momentos críticos de la humanidad, el Renacimiento italiano y la Revolución atlántica, llegó a ser la base sentimental del pensamiento que fundó la dignidad personal (Pico de la Mirandola) en la simpatía griega del hombre con la Naturaleza, y el nuevo patriotismo nacional, en la piedad romana por los antepasados, que Virgilio simbolizó en la de Eneas hacia su padre Anquises.