Las metáforas son un recurso idóneo para entender mecanismos de nuestro propio funcionamiento como seres humanos que, de no poder contar con ellas, nos resultarían mucho más inaccesibles.
Algunos de esos mecanismos cuya naturaleza funcional nos cuesta comprender son los que rigen el gobierno de nuestro cerebro. Un órgano de lo más complejo al que se ha comparado con estructuras mucho más simples, como por ejemplo una nuez, un ovillo de lana o una librería repleta de estantes con muchos tipos de libros distintos.
Para lo poco que pesa, en proporción al resto de órganos y sistemas que mantienen en óptimo funcionamiento el organismo humano, el cerebro alberga ingentes cantidades de información de la más variada naturaleza. Recuerdos en forma de imágenes, de sonidos, de música, de aromas o de sensaciones muy placenteras, que se entremezclan inevitablemente con la evocación de momentos de acusado dolor, de pérdidas, de derrotas y de desánimo.
¿Tendría sentido nuestra vida si sólo experimentásemos momentos buenos? Si no conociéramos el dolor, la pérdida, la derrota y la sensación de desánimo, ¿seríamos capaces de disfrutar de los momentos buenos cuando nos caen en suerte o son el fruto de un arduo trabajo de planificación y preparación para acabar logrando los objetivos deseados?
En la vida, si nos fijamos, todo es dual. Ningún día se sucede sin su correspondiente noche; ningún verano deja de ser seguido por un invierno; la bondad no nos sorprendería si no conociéramos la maldad; todo el que llega a anciano es porque antes ha sido joven y nadie que haya nacido podrá evitar la muerte. Dicho así podría parecer una deducción muy extrema, pero es que la vida misma es una experiencia extrema en la que nos puede pasar de todo o no pasarnos casi nada, pero lo que más tratamos de evitar, tarde o temprano, nos pasará.
La mente humana puede ser entendida como un globo terráqueo que gira constantemente alrededor del sol. Nuestra mente gira alrededor de nuestras emociones, sintiéndonos a veces en la cúspide y rozando el cielo, mientras otras nos precipitamos sin remedio hacia el infierno que amenaza con devorarnos en lo más recóndito de nuestros pensamientos, cuando nadie nos ve.
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La vida necesita de la luz para mantenerse y perpetuarse. En un planeta siempre a oscuras nunca podría haberse desarrollado la clorofila, tan imprescindible para el mundo vegetal como para nosotros las mitocondrias. Sin estos orgánulos nada sería como ha sido desde las edades primigenias de la tierra ni tampoco como es ahora.
Como el planeta, nuestro cerebro también necesita encontrar un sol alrededor del que girar para mantenerse sano y en buena forma. Entendiendo aquí por sol las experiencias que le activan sus centros del placer y de la creatividad. Cuando somos creativos sentimos como si se nos encendiese una luz dentro de la mente y nos alumbrase ciertas partes de ella que hasta ese momento siempre habían estado a oscuras, escondiéndonos verdaderos tesoros que no éramos conscientes de estar albergando en nuestros dominios.
El cerebro también se nos puede antojar a veces como un viejo trastero en el que vamos guardando cosas que, con el tiempo, olvidamos que alguna vez las tuvimos o nos convencemos de que las hemos perdido. Sólo si nos entretenemos en ventilar sus estancias de vez en cuando y en desempolvar las cajas y compartimentos en las que un día las metimos, llegamos a ser conscientes de lo que aún sentimos o ya hemos dejado de sentir ante la presencia de esas cosas o esos recuerdos.
Siempre hay personas que prefieren no indagar en los trasteros ni en los desvanes. Que son partidarios de dejar las cosas como están y tratar de seguir adelante sin mirar nunca atrás. Como si los hechos del pasado que nos lastimaron nunca hubiesen ocurrido y como si las personas que se quedaron por el camino nunca hubieran existido. Guardar silencio puede parecerles la mejor opción, pero se olvidan de que ese tratero o ese desván lleno de momentos que no quieren recordar les acompaña de por vida sobre los hombros, presionando sus paredes, impidiendo que circule el aire y que se abra paso la luz.
Una mente atiborrada de trastos que ya no le sirven no puede ser en absoluto una mente sana. Los problemas que nos empeñamos en no superar no se desvanecen solos por tratar de apartarlos de nuestra vista. Sólo se amontonan unos sobre otros haciéndose más grandes y pesándonos mucho más.
Podemos habitar el piso más luminoso de la ciudad, pero si no nos molestamos diariamente en levantar las persianas, nos sentiremos en el lugar más oscuro y tenebroso que podamos imaginar. A veces, vivir a oscuras no es una realidad, sino el fruto de una decisión que tomamos nosotros mismos.
A lo largo del año, en nuestra aventura girando alrededor del sol, pueden despertarse días grises envueltos en niebla, en frío, en viento o bañados por la lluvia o la nieve, pero por poco que duren, siempre habrá unas horas de luz. Podrá ser más intensa o más tenue, pero nos permitirá vernos las caras mostrándonos la cara iluminada del resto del mundo. Sólo de nosotros depende que aprovechemos o no esa luz.
A nuestro cerebro le ocurre lo mismo: por muy complicada que le esté resultando la situación por la que atraviese, a la hora de buscar respuestas a través de nuevas sinapsis entre las neuronas que pueblan sus distintas estancias, siempre habrá alguna de esas conexiones que brillará con más potencia que otras. La cuestión es si optará por reforzarla o determinará apagarla de un plumazo.
Orientémonos hacia la luz cuales plantas que aspiran a crecer vigorosas y a ofrecer lo mejor de sí mismas en forma de flores y frutos que acaben deleitando los sentidos de quienes las observan maravillados o los degustan en buena compañía.Reservémonos la oscuridad para cuando estemos dormidos y vivamos a plena luz, con las puertas y las ventanas abiertas para que ningún rincón de nuestro ser se quede en la sombra.
Las oportunidades hay que crearlas y para ello tenemos que estar expectantes, siempre buscando el sol, como los girasoles. Una mente que se queda entre penumbras, quejándose de su supuesta mala suerte y esperando que las cosas cambien solas, es una mente destinada a vivir un eterno invierno que nunca desembocará en ninguna primavera.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749