A Laurent Cantet le ha pasado lo mismo que a Benito Zambrano en su día: la fascinación sobrevenida durante una estancia en Cuba, alimentada por reflexiones y lecturas políticas relacionadas, les han llevado a ofrecer a través de un largometraje su propia versión del irrepetible estado de las cosas que ha sido y es todavía el engendro de la revolución cubana (especialemente sus secuelas sobre las personas). Está claro que las públicas tendencias izquierdistas de ambos cineastas han servido de caldo de cultivo a sendas emanaciones fílmicas artístico-políticas: en el caso de Zambrano el resultado fue un homenaje a La Habana de sus tiempos de estudiante de cine --Habana blues (2005)--, en el de Cantet se trata de Regreso a Ítaca (2014), balance y reescritura de la feria de la revolución según les fue a algunos.
La película está libremente basada en unos textos de Leonardo Padura --con el que Cantet acababa de colaborar en el filme en episodios 7 días en La Habana (2012)-- y narra el reencuentro, durante una única velada de tarde-noche, de un grupo de amigos cuya juventud transcurrió en pleno Período Especial (1992-2002), cuando la crisis económica disparó la miseria y las dudas sobre la viabilidad del modelo cubano. Una de las consecuencias de esta etapa fue una diáspora migratoria (fácilmente confundible con una huida desesperada) que truncaba proyectos vitales --en el caso de los protagonistas todo ellos relacionados con la creación artística-- o cercenaba irremediablemente familias y relaciones. La impresión global del filme se apoya favorablemente en tres ejes: la unidad de espacio y tiempo, que otorga la necesaria intensidad dramática; la revelación dosificada de secretos bien guardados, que permite ofrecer con naturalidad unos cuantos momentos definitorios; y por último segmentar los diferentes bloques de la historia mediante informaciones/sucesos imprevistos, sin permitir que el espectador acomode sus expectativas y prejuicios sobre el desarrollo del argumento.
La película posee una estructura clásica de inevitable carga teatral (se sostiene únicamente gracias a los diálogos y a las interpretaciones), lo cual predispone al espectador, que da por supuesto que asisitrá a un desordenado catálogo de reflexiones, experiencias, recuerdos, deseos frustrados, venganzas, nostalgias y rencores largamente escondidos/negados/inadvertidos. Regreso a Ítaca no oculta su objetivo: hacer balance de un tiempo y de una generación de cubanos. Lejos queda la ingenua sinceridad de Fresa y chocolate (1993) --en la que también intervenía un joven Jorge Perugorría--, cuyo éxito popular daba a entender que todavía bastante gente de fuera de Cuba prefería dejarse encandilar por una historia sentimental (y reivindicadora de una orientación sexual reprimida) que dejara en segundo plano o minimizara las terribles secuelas de una política negacionista de la realidad.
Precisamente es eso lo que los habituales del cine de Cantet esperamos de Regreso a Ítaca: un diagnóstico realista y sin medias verdades de la aventura revolucionaria cubana, llevado a cabo por un cineasta cuya filmografía se caracteriza por su coherencia izquierdosa, casi a contra corriente. Un diagnóstico no en términos políticos, sino humanos: las disyuntivas vitales, los sueños rotos, las ambiciones truncadas o no alcanzadas... Y por supuesto lo más doloroso: el sacrificio consciente de una coherencia públicamente exhibida pero sólo interiormente justificada. Se nota que esto es lo que interesa de verdad a Cantet, y quizá también al público --mayoritario-- que se encuentra en la misma franja de edad de los protagonistas.
Regreso a Ítaca nos recuerda una vez más que admitir nuestros errores es una reformulación del dilema kafkiano que obliga a elegir, en un momento dado, entre uno mismo o el mundo. Es después, al alcanzar suficiente perspectiva de las cosas, cuando nos planteamos si, puestos de nuevo en el mismo disparadero y con el comodín de la experiencia y la edad en la mano, esta vez rehusaríamos ponernos del lado del mundo.