Revista Opinión
¿Saben ustedes que la famosa prisión de Alcatraz se llama así a causa de los pájaros que anidan en la isla? Pese a que la Roca es ya tan sólo un museo para curiosos o cinéfilos, los alcatraces aún planean sobre ella. Estas aves quizá no sepan que los únicos inquilinos que habitan hoy las celdas son tan sólo maniquíes de cartón piedra, mobiliario de atrezzo y guión prefabricado para avivar la imaginación de los turistas. Aún así, el show atrae cada año a más espectadores que huéspedes tuvo la prisión en toda su ajetreada existencia.
La ficción, alimentada por el cine, el boca a boca o el connatural morbo, fabrica para nosotros una trama quizá no tan inquietante como la realidad misma, pero sí digerible y lúdica. Por un momento podemos codearnos con la maldad y la perfidia sin vernos involucrados. Exagerarla o aplacar su crueldad a gusto de nuestro aguante, sentir el horror sin padecer sus consecuencias, indignarnos sin sufrir de úlcera.
Los visitantes recorren en silencio las dependencias en las que anónimos y famosos delincuentes, asesinos, hamposos y demás prestidigitadores del suspense penaron en la trena sus excitantes biografías a mayor gloria del perplejo turista. Pasen y vean. En este pasillo, los recién llegados caminan desnudos hasta sus respectivas celdas, mientras los reclusos vociferan lascivos requiebros a los novatos. Más al fondo, puede contemplarse casi intacto el habitáculo de Frank Morris y los hermanos Anglin, inmortalizados por Don Siegel en la estupenda película de 1979, La fuga de Alcatraz. Aún se pueden ver las sábanas rellenas de almohadas y la cabeza de Morris, elaborada con pasta y recubierta de jabón y pelo para no levantar las sospechas de los funcionarios. Al fondo, un agujero en la pared evoca la épica evasión.
Poco importa que Morris y los Anglin fueran unos pájaros de cuidado. Si la ficción puede recrear su odisea para nosotros, aplaudimos la ilusión, fascinados por tener la oportunidad de ser espectadores pasivos de sus fechorías. Mientras que no tengamos que sufrir en nuestras carnes las infaustas consecuencias de sus actos, ningún pudor nos impedirá disfrutar de su hagiografía, visitar los santos lugares en los que maquinaron su fuga y salir sanos y salvos tras la experiencia.
De igual forma asistimos impávidos desde nuestro sillón a la película diaria del caso Gürtel. Si lees los periódicos o ves la tele, difícilmente podrás librarte de obtener una entrada gratuita para el espectáculo. No te resistas, siéntate cómodamente y verás. Fuertes emociones de indignación, rabia, desidia y hartura recorrerán tu rabadilla. Sin embargo, una vez inoculada la primera dosis de información, no podrás evitar repetir. Engancha, de verás. Despotricarás, te levantarás maldiciendo a la madre de esos pajarracos que pasean sus Armani sin ensuciarse y se ríen en las narices de los jueces, sentenciando a media sonrisa que ellos sólo buscaban ganar dinero, que quizá sus cuentas fiscales fueron oscuras, pero que ellos no son menos decentes que aquellos a los que hicieron ricos. Mientras, sus mujeres lucen por la Castellana perlas, bolsos y relojes que aceptaron con humilde agradecimiento de sus mecenas. Sus hijos están matriculados en los mejores colegios, comen menús a lo Arzak y viajan de vacaciones a Bora Bora. De película.
Me recuerda a esa escena de Uno de los nuestros (Martin Scorsese, 1990) en la que Ray Liotta, que interpreta al mafioso Henry Hill, confiesa despreocupado ante los jueces: "Podía tener lo que quería con una simple llamada de teléfono. Coches, las llaves de una docena de apartamentos en toda la ciudad, apostar veinte o treinta mil dólares en un fin de semana y luego gastar las ganancias en una semana... Cuando no tenía un centavo en el bolsillo, iba y robaba más. Controlábamos todo... Todo el mundo ponía la mano y por ese motivo todo podía comprarse."
A nosotros, meros turistas del despropósito, tan sólo nos queda asistir perplejos a este espectáculo de ornitología, confiados en que nunca en nuestra vida se nos cruce un pájaro de estos que picotean el mejor grano y a los que difícilmente les alcanzará el torpe disparo del cazador.
Ramón Besonías Román