Revista Opinión
Hace ya unos cuantos años (casi rozando la veintena) los hados del destino, la casualidad, la suerte, o la Divina Providencia (cada cual atribuya la causa mediadora según sus creencias y principios) tuve la inmensa dicha de conocer a una persona, mujer, joven, bella, esbelta, inteligente, prudente, bien experimentada en la vida, y muy impuesta en sus tareas como investigadora médica y como médico. Hoy en día, hoy mismo, sigo reiterando lo que antes he escrito, porque ahora, y ya roza casi la veintena, en mi vida hay instalada una luz, una musa, una flor, una compañera, que durante todo el tiempo me ha transmitido por la vía intravenosa de los sentimientos, su clarividencia, su laboriosidad, su bondad…acompañándome siempre con su serena belleza.
Tuve el honor de acompañarle en su primer aniversario (cumpleaños) cuando la hallé en mi camino, y ese honor lo voy sintiendo año tras año, en medio del gozo de saberla en mi vida, y procurando agasajarla en mi corazón con los poemas que me inspira, y en la vida con la materialidad de las flores de toda clase que he querido siempre obsequiarle, como muestra de mi (¡hay que llamarlo así!) amor. Mientras doy gracias a buen Dios por el regalo que me hizo casi hace una veintena, doy especialmente gracias a la vida, y, más singularmente aun, a esta mujer, por su acompañamiento, sus cuidados, en una palabra…por su amor. Este año he querido entregarle unas orquídeas, porque me parecen las flores de la belleza suprema, de la finura, de la entrega; y así lo he hecho, mientras he recordado que su patronímico –Tamara— es el de la dulzura, la miel, el dátil, la belleza que pende de la palmera de la vida. Pues bien, Tamara, esposa mía, gracias por tu amor, y que sigas disfrutando de la belleza y la salud con la que adornas la vida de quienes te rodean, y, ¡cómo no! la mía. SALVADOR DE PEDRO BUENDÍA
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