¿Está el cine americano en galopante crisis o se trata, como diría aquel visionario, de “desaceleración del afecto del público”? Viva el eufemismo. La pasada ceremonia de entrega de premios de Hollywood dejó patente que hay un serio problema de audiencia, y que este año los tristones datos de seguimiento casi dan mayor interés al desfile de modelos de la alfombra roja que a lo que dentro del teatro ocurrió después.
Ni la consagración de Alejandro González Iñárritu con su segundo oscar consecutivo en la categoría de mejor director, abriendo paso definitivo al cine mexicano, ni el esperadísimo momento Leonardo DiCaprio como mejor actor principal también por El renacido pudieron levantar el share. Y el caso es que la gala fue conducida por el estridente Chris Rock mejor de lo que podíamos vaticinar, y tanto humor como agilidad evitaron los bostezos del respetable.
No debemos olvidarnos de lo emotivo de la entrega al gran Ennio Morricone de su merecidísimo Oscar a la mejor banda sonora, por su trabajo junto a un Quentin Tarantino siempre genial que le ha sacado del retiro. Agradeció en italiano, con un par. Con la edad que tiene y su historial cinematográfico, bien podría haber aprendido inglés, es verdad, pero si al buen señor, porque él lo vale, no le ha dado la real gana, a ver quién le rechista.
El otro foco de expectación residía en si la carrera de un Sylvester Stallone que tanto ha hecho por la industria iba a ser premiada en forma de mejor secundario encarnando por penúltima vez (la palabra última nunca hay que mentarla en este mundillo, nunca se sabe) a su querido Rocky Balboa. Pero no tuvo esa suerte. Se impuso la seriedad y Mark Rylance (El puente de los espías) se lo llevó por la pura lógica de un trabajo impecable y superior.
Igualmente lógicos y cantados fueron los reconocimientos a Del revés como mejor cinta de animación y el de mejor fotografía para el impactante y precioso trabajo de Emmanuel Lubezki (su tercer oscar seguido) en El renacido. En la otra cara de la moneda, podríamos calificar de sorpresa los seis reconocimientos (técnicos) que convirtieron a la estupenda entrega de Mad Max como la película con mayor número de galardones. Algunos además califican de sorprendente el premio gordo, el Oscar a la mejor película, que se llevó Spotlight, notable, solo notable, cinta coral con un guión que también fue premiado. La realidad es que este año no ha sido de traca ni de lejos, y cualquiera del abanico de tres o cuatro favoritas podría haber ganado sin el sobrenombre de injusticia y dejándonos a la vez igual de fríos por ello. Porque este ha sido otro año más de darle el premio a una por no dejarlo desierto.
Y es que cuando uno acaba más que otra cosa entre dimes y diretes como la chorrada de la discriminación racial denunciada por Will Smith y compañía, es que algo está fallando. Quede claro que la falta de oportunidades e inferioridad de salario a todo aquel que salga del estándar de estrella de cine caucásico y varón es un retrógrado problema real que hay que plantear en otros escenarios; sin embargo, pretender reivindicar lo justo con una injusticia en forma de cuota étnica en unas nominaciones políticamente correctas se aleja de la meritocracia y del sentido común. Dicho lo dicho y visto lo visto, se hace uno cargo de la apatía del televidente hacia el otrora evento cinematográfico que acaparaba flashes y paralizaba medio planeta.