La devoción del “productor total” David O. Selznick por su adorada Jennifer Jones proporcionó una buena colección de películas erigidas a la mayor gloria física e interpretativa (un tanto amanerada, efectista, afectada; pocas veces una actriz bella y con múltiples registros dramáticos ha resultado igualmente y al mismo tiempo tan antipática y artificiosa) de su diva personal. Esta pequeña filmografía que pone el amor obsesivo en imágenes alcanza una de sus más altas cotas en Pasión bajo la niebla (Ruby Gentry, 1952), una producción de la 20th Century Fox, basada en una historia de Arthur Fitz-Fichard adaptada por Susan Richards y dirigida por un King Vidor que, inexplicablemente, todavía no había aparecido en esta bitácora.
En ella, Jennifer Jones da vida una vez más a una mujer de carácter, la Ruby del título original, una joven codiciada y deseada por todos los hombres de una pequeña localidad de Carolina del Norte, pero que bebe los vientos por Boake Tackman -caray con el nombrecito-, el machorro del lugar (Charlton Heston, el actor con peor juego de piernas de todos los tiempos: sus patas son la perfecta trasposición al ser humano de los andares de un dromedario y su forma de echar los pies -peor incluso que la de Kelsey Grammer, que ya es decir- invita a pensar que nació con zapatos de buzo bajo la piel), un tipo rudo, tosco, acostumbrado a salirse con la suya, a mirar a todos desde arriba, a hacer su voluntad. Enamoriscada de él desde siempre, y habiendo mantenido un romance de juventud, su retorno de Iberoamérica propicia la recuperación a tumba abierta de la pasión y la entrega mutuas bajo la atenta mirada de las mujeres que envidian a Ruby por su físico y de los hombres que envidian a Tackman por poder retozar con semejante bombón. La presentación de los personajes principales y secundarios resulta magnífica, incluido el doctor que narra la película en flashback, al utilizar como pretexto la cacería del inicio, todo un ejemplo de economía de medios que además conecta narrativamente con uno de los episodios centrales de la película y, sobre todo, con su final.
El drama se perfila cuando Tackman, que, cosa rara en el cine americano de entonces y de ahora, repleto de tópicos y denigraciones gratuitas del mundo al sur de Río Grande, dice haber aprendido mucho de negocios y sobre cómo llevarlos gracias a su experiencia hispanoamericana, se compromete en matrimonio con una joven adinerada del lugar tirando así por tierra las ilusiones de Ruby y llenando de razón a su parentela, especialmente a su hermano, un hombre atormentado y lleno de dolor que cura su soledad y su abandono emborrachándose de salmos bíblicos y pensamientos apocalípticos sobre el pecado y la penitencia, que siempre le aconsejó olvidar a Tackman porque con él sólo le aguardaba un futuro de sufrimiento y desdicha. Ruby no se quedará de brazos cruzados y, llena de despecho, acepta casarse con Jack Gentry (un soberbio, como siempre, Karl Malden), el hombre que junto a su esposa, recién fallecida, toda una madre para Ruby, la sacó de los pantanos cuando apenas contaba con 16 años y le proporcionó una educación y una posición social. Sin embargo, el roce y la cercanía constante de Tackman suponen un peligro para el nuevo matrimonio, que ha sorprendido, y mucho, a propios y extraños del lugar. Cuando estas sospechas pasan al campo de la rumorología y vienen respaldadas por un oscuro episodio ocurrido en el jardín de la casa durante una fiesta, la muerte en accidente de navegación de Jack, con Ruby a bordo del barco, dispara las habladurías y las acusaciones más o menos veladas de que Ruby ha matado a su marido para quedarse con toda su fortuna y tener las manos libres con Tackman. Sin embargo, la venganza de Ruby será terrible, y no se detendrá, incluso a costa de su propio patrimonio, a la hora de causar la desgracia a quienes la ultrajan.
Vidor consigue con grandes limitaciones de medios, localizaciones y metraje (apenas 82 minutos) desarrollar una tremenda historia de pasiones desatadas, rencores y venganza. Contada en forma de flashback desde el punto de vista del doctor que, recién trasladado a la localidad y necesitado de conocer a las gentes y las relaciones de poder del lugar, asiste a una cacería de iniciación en la que se queda deslumbrado con la joven Ruby (a la que casi se declarará más adelante, como todos los que la rodean), la película comienza y finaliza declarando a Ruby como una mujer maldita y solitaria, y dedicando los ochenta minutos centrales del metraje a presentar y analizar su historia. Para ello, Vidor alterna a la perfección los ambientes marítimos de Carolina del Norte (la tradición pesquera y toda la industria a ella asociada) con las atmósferas que el cine liga tradicionalmente al Viejo Sur de los Estados Unidos (los ambientes cargados, los bosques espesos, las marismas y pantanos, la herencia de la guerra civil y el racismo sociológico y la dificultad de penetración en las comunidades cerradas), todo ello rebozado del destino fatalista propio del cine negro y aderezado con tintes de melodrama y drama de personajes. El gran logro del guión de Silvia Richards (qué tiempos en los que las mujeres eran tanto o más habituales en la escritura de guiones que los hombres, en el Hollywood del intervalo 1930-1950) estriba en su caracterización como femme fatale del personaje de Ruby. La mujer fatal, ese icono del cine clásico del siglo XX, esa poderosa presencia, sensual, deseable, irresistible, que lleva a la perdición a los hombres más brutos y menos inteligentes de entre los que la rodean, esa trasposición de la mantis religiosa que deglute a su compañero masculino cuando ya ha sacado de él todo el meollo de sus egoístas apetencias o lo ha utilizado hasta el límite de lo posible para conseguir sus fines, se transforma aquí en una viuda negra, en un ángel de la venganza. Cuando Ruby pasa de ser una joven tan salvaje e indomable como el entorno natural hostil que la rodea y se convierte en una viuda sofisticada y dueña de sus negocios, da paso también a un interior rencoroso, vengativo, letal. Bajo sus designios se anulan préstamos, se cierran negocios, se desecan tierras, se matan futuros, se dilapidan fortunas, se entierran amores…
En apenas ochenta minutos, Vidor concentra secuencias de gran fuerza dramática o de enorme contundencia emocional: el primer encuentro de Ruby y Tackman en la penumbra de las cabañas de caza, el coche sin control por la playa introduciéndose en el mar con los dos amantes a bordo, el momento del baile con Ruby y Tackman escabulléndose hacia el jardín y la reacción de Jack (magnífico Karl Malden, que demuestra, sin una palabra, por qué es uno de los mejores actores norteamericanos de todos los tiempos; tan magnífico como Vidor, que acierta al dejar fuera de campo lo que realmente está sucediendo en el jardín, presentándonos no los hechos, sino sus consecuencias, para que nosotros, como público, hagamos lo mismo que los bienintencionados ciudadanos de Carolina del Norte que declaran a Ruby culpable de adulterio sin más), el tiroteo final en los pantanos… De este modo, Ruby concentra en un único personaje las características de la mujer fatal y también de los peleles utilizados y luego abandonados que suelen rodearla. Ella vence y es derrotada, ama y odia, es amada y odiada, se sale con la suya, pero pierde lo que más quería. El gran hallazgo de la película consiste en evidenciar que una y otra cosa no son sino caras de una misma moneda que hace tiempo que perdió su baño de oro, y deja claro la insuficiencia, la inutilidad de la venganza como mecanismo de satisfacción de la propia conciencia.