Revista Cultura y Ocio

Otra realidad – @CarlosAymi

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

“Vivir sin leer es peligroso. Obliga a conformarse con la vida”.
Michel Houellebecq

El caos y los gritos desesperados del resto de pasajeros no afectaron en nada mi concentración. Solo al llegar a la última frase, “el cielo es una promesa que se incumple siempre”, dejé de prestar atención a la novela, levanté la cabeza y asumí con tranquilidad mi inevitable muerte.

Cabe preguntarse si fueron así, como acabo de imaginar en el párrafo anterior, los últimos minutos de vida de Orlando, el desgraciado protagonista de este relato, si pudo tener un final tan improbable (ningún testigo por otra parte sobrevivió para confirmar si acierto o si me equivoco por completo). Pero tampoco esbozo mi hipótesis sin fundamento alguno, y contaré su vida tal como él me la contó en el hospital. De acuerdo a lo que escuché, no creo que haya escrito una interpretación descabellada de sus últimos momentos (envueltos por cierto en un misterio que dejaré para el final).

Yo era un niño corriente hasta que un día apareció un libro. Tenía doce años y no era ni muy listo ni muy tonto, ni muy alto ni muy flaco, ni obediente ni rebelde. También era feliz, tenía un amigo e íbamos de una aventura a otra. En una de estas nos plantamos en una casa derruida de una pedanía abandonada cercana al pueblo donde había nacido y donde crecía sin contratiempos. Y en esa casa, escondida entre helechos y enredaderas, encontramos unas extrañas escaleras de caracol que nos condujeron a un pozo de agua mansa y negra. Permanecimos quietos e imantados a ese silencio hasta que nuestros ojos se hicieron a la escasa luz que se filtraba y descubrimos sobre una repisa, un cubo de latón vacío, una baraja de cartas del Tarot, y un libro, acartonado por la humedad, sucio, y que creí inerme, aunque por supuesto para entonces desconociera tal palabra, o qué eran esas cartas, y tantas otras cosas que por suerte se desconoce a esa edad. Pero vuelvo a donde estaba. Yo no era demasiado decidido y mi amigo se me adelantó con la baraja, por lo que no me quedó más remedio que llevarme el libro. Tal vez debería haber escogido el cubo.
Los días pasaron, y ni siquiera en un pueblo y en la infancia, uno puede estar siempre en casas abandonadas, cazando lagartijas, o metido en el pilón de la plaza, y llegó a ocurrir que una tarde de otoño, fría, huracanada, silbante, me aburrí. Y sin otra cosa mejor que hacer caí en el libro del pozo. Durante tres días no pude dejar de leer. Conecté mi imaginación de un modo extraño, mágico, a las cosas que contaban esas páginas cargadas de olor a tiempo cerrado que se liberaba. De repente ya no quería ser veterinario como mi papá, y quise tener la mejor profesión del mundo: lector.
Después de ese libro llegaron otros muchos y después de los doce los trece, los catorce y el adiós al pueblo. No tardé tampoco mucho en despedirme de la capital de provincia que me acogió, para acabar en la gran ciudad donde cumpliría con todas las metas que me había propuesto para entonces; casarme, tener un hijo y trabajar de bibliotecario.
Lo que no entraba en mis planes era atropellar a una pobre vieja por desviar mi atención hacia un libro abierto en el asiento del copiloto, y lo que todavía me pregunto hoy es cómo fui capaz de hacer lo que hice. No por el atropello, no porque ella chocara contra el capó, la luna, el techo y escuchara el impacto brutal contra el suelo, ni siquiera por los segundos de indecisión que siguieron, sino porque la balanza cayó del lado más cobarde y me di a la fuga. Pero lo peor es que sé la respuesta a esa pregunta que todavía hoy me hago, lo que descubrí de mí fue una terrible verdad: leer tanto no me hacía mejor que nadie, sino tan solo distinto, y si acaso.
Durante tres meses y un día no abrí un solo libro, ni siquiera en la biblioteca. La culpa, suponía. Esperaba que en cualquier momento me detuviesen. Pero eso no ocurrió. Mi mujer por otra parte nunca me vio más atenta con ella, más amoroso con el niño, y más apegado a esta realidad. Ella era también una lectora voraz pero al ver cómo me comportaba con mi abstinencia se alegró. Pero recaí. Y no lo hice al estado anterior, sino que traspasé todas las fronteras que antes me contenían. Empecé a leer camino del trabajo al que iba a pie, mientras clasificaba o atendía a la gente, mientras me bañaba, durante casi toda la noche, sin excepciones, sin cumplir con nada más que con las funciones vitales. A veces ni eso.
Mi mujer hizo todo lo posible por recuperar la cordura de su marido, hasta que me abandonó después de que una tarde me olvidara a nuestro hijo en un supermercado. No tengo excusa, estaba acabando un libro, él no dejaba de llorar… Luego me echaron de la biblioteca. Pronto rompí todo lazo con la realidad. No tardé en comprender que lo que te atrae inevitablemente te destruye.
Soy consciente de haberme hundido en mi particular círculo del infierno, sé de mi adicción literaria, sé que soy un yonki. He fracasado en mis intentos por desengancharme y es ridículo verme llorar por no ser capaz de cerrar un libro. Libros que pueden ser buenos o malos, novelas, ensayo, filosofía, ciencia, poesía, de un género o de otro, de un escritor consagrado o de cualquiera… Soy como los insectos que van a hacia la luz a morir irremediablemente chamuscados ¿A qué espero para arder?
Conocí a Orlando cuando (¿casualidad?) le atropellé. Yo iba algo más rápido de lo que debía y él iba por completo enfrascado en su lectura, cruzando un semáforo en rojo para los peatones. Le confundí con un vagabundo y la verdad es que a esas alturas ya era una buena definición para él. Le socorrí y en el hospital, al ver cómo le escayolaban la pierna mientras exigía a gritos que le devolviesen el libro que le habían quitado, comprendí que querría escuchar su historia. Una historia que me contó al día siguiente cuando volví a visitarle. Una historia que me contó (y me confesó, porque lo de la anciana era un posible asesinato) sin dejar de leer durante un solo momento. Al acabar le regalé la novela que me había autopublicado (sí, no seré ningún nobel de literatura y reconozco que no era el mejor regalo) y le convencí para que acudiera a la consulta de un psiquiatra amigo mío experto en adicciones que tiene su consulta en la isla. Cómo imaginar que le conduciría a la muerte con ello.
Ya lo dije, no puedo asegurar que los últimos momentos de Orlando ocurriesen como los describo al principio, pero quiero imaginármelo a pesar de todo leyendo hasta el final. Que sus restos no apareciesen entre los escombros, y que mi novela fuese uno de los pocos objetos que no sufrieron daño alguno, me hace divagar en la dirección de una hipótesis todavía más optimista, por la Orlando se convirtió en literatura y fue capaz de saltar hacia la otra realidad, esa que está en los libros, esa que nos permite vivir mejor en este lado. Tal vez.

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