Sin duda Her (2013) es una película interesante y sutil que pone al espectador frente a carencias emocionales muy concretas que acumulamos como seres humanos a medida que nuestros sistemas sociales se hacen más complejos y se llenan de gente. Y sí, también de tecnología, que nos hace más cómoda la vida diaria a cambio de removernos severamente el interior. Sin embargo, el filme de Spike Jonze no explica nada que no sepamos ya por otros títulos muy similares: el tema de la autoconciencia en las máquinas es tan viejo --en la cultura popular-- al menos como 2001, una odisea del espacio (1968). En cuanto a advertencias acerca de los riesgos de una deshumanización inducida por el progreso y la falta de contacto interpersonal vamos bien servidos en esta década (y en la anterior).
Para empezar, el intimismo de la historia, la escasez de personajes y el retrato de un futuro cercano y probable es más propio de una fantasía hipster que de un verdadero esfuerzo por comprender por dónde irán los tiros en las megaurbes del futuro. Seguro que acabaremos rodeados de muchas e increíbles aplicaciones, oficios y costumbres como las que se asoman en Her, pero también creo que en las áreas de negocios del futuro no dominará esa estética tan Mies van der Rohe (y que queda tan bien en la pantalla: arquitectura austera y funcional, espacios abiertos, escasamente concurridos, silenciosos, limpios...) en la que sin embargo echo de menos un elemento básico: no hay anuncios, la publicidad no llena todo el espacio disponible (el único anuncio que aparece en toda la película es precisamente el que ofrece el servicio de OS --Operating System-- personalizado que pone en marcha la historia); como si de pronto no hiciera falta una promoción de ventas tan intensa e intrusiva. Es obvio que a Jonze no le interesa hacer un retrato social, sino individual e íntimo, por eso se centra exclusivamente en todo lo que rodea al protagonista, sin intención alguna de ampliar el foco sobre lo que no sea la interminable conversación entre Theodore (Joaquin Phoenix) y Samantha (el asistente virtual al que presta su voz Scarlett Johansson). En corto y claro: el paisaje exterior es un reflejo del vacío interior, pero le resta veracidad y contundencia al conjunto.
No es un requisito del género hacer una película sobre el futuro e incorporar un retrato de sus modos de vida, ni especular sobre el aspecto que tendrán las ciudades y los objetos; sí es legítimo centrarse en las patologías que nos impiden decir claramente lo que sentimos o pensamos, anteponer toda clase de barreras que impidan un impacto sobre nuestro Ego o nuestros sentimientos, especular sobre posibles reacciones y comportamientos tras un prolongado contacto con la tecnología. Se puede hacer y se puede hacer bien; el problema es cuando esto se despliega --como sucede en Her-- mediante una secuencia de hitos dramáticos y sentimentaloides vistos demasiadas veces. Es cierto que Jonze expone sus motivos mediante una cuidada puesta en escena, una narración detallista y unas interpretaciones contenidas, pero el desarrollo se reduce a las mismas reconvenciones sobre las amenazas de una tecnología ubicua que nos despoja de nuestras capacidades para sentir y relacionarnos.
El cine confunde interesadamente el tema de la tecnología con el de la Inteligencia Artificial, como si la sofisticación convirtiera la primera en la segunda casi como parte de un proceso natural. No lo hace a mala idea ni por conspirar, es que le viene de perlas para emocionar y conmover en argumentos que plantean supuestos dilemas vitales o insolubles paradojas de la vida y del amor también. El problema es que todo ese discurso de las máquinas que desarrollan sentimientos es un tópico que ya resulta cargante; y para salir airoso del reto la única oportunidad de Jonze era hacer algo intenso y atractivo, aunque yo creo que le ha quedado ñoño y previsible. Estamos muy mal acostumbrados y queremos que todo sea divertido y nuevo cada vez...
Estoy casi convencido de que Her no fascina tanto por la exposición de una distopía social probable cuyos primeros síntomas ya se vislumbran hoy, sino por la idea de que Samantha es un ente fabricado, artificial, virtual. ¿Qué es lo que deslumbra a Theodore en ella sino su eficacia, su pulcritud conversadora, su intuición psicológica, su sentido del humor culturetas, pero también su disponibilidad permanente, la obediencia sin rechistar? Pues una versión moderna e impensable del amor incondicional absoluto y desarmante que es imposible encontrar en una relación adulta y que sólo experimentamos cuando tenemos hijos y son pequeños, cuando los padres somos todo su mundo, nuestra palabra es ley y se acepta sin rechistar y hasta con fascinación, cuando nuestra sola presencia basta para alegrarles y consolarles. Es imposible no confundir un mero procedimiento freudiano de transferencia con la atracción o el amor por un dispositivo o servicio que haga todo eso. Es una reacción tan narcisista e infantil como casi imposible de evitar: la buscamos inútilmente en nuestra pareja, la encontramos en una máquina sumisa. Sin embargo, a estas alturas de fabulación cinematográfica no es bastante, hace falta algo más, la misma complejidad que se intuye en Samantha podría surgir del lado humano... y no sucede, no interesa. Sin ir más lejos, la serie de TV Black mirror (2011-2014) alcanza objetivos muy similares con mucha más imaginación, obligando al espectador a plantearse retos más incómodos y complejos. Los dilemas y las paradojas no son algo que surjan en exclusiva de miradas tristes y autocomplacientes a la soledad urbana y las dificultades para encontrar el alma gemela en un mundo hiperdesarrollado.
Her es un filme muy de su tiempo: aprovecha nuestra debilidad en un momento de incertidumbre respecto al provenir más inmediato, explotando con habilidad esas carencias socializantes de las que nos hemos dotado en los últimos treinta años. Quizá mi decepción se debe a que esperaba bastante más de Spike Jonze.
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