Revista Deportes
Hemos sido los invitados pobres sentados, casi por caridad, a la mesa de los poderosos. Nos han mirado con condescendencia y una simpatía de callada superioridad. Los niners han sido ninguneados y sus victorias durante la regular season, reducidas a su mínima importancia. Nadie ha discutido el valor de las victorias de Saints o Packers, ni el peso de su balance, pero los triunfos de los de la costa oeste sobre Steelers, Giants, Eagles, Lions y sus trece victorias por tres derrotas no han recibido más que comentarios condescendientes. En nuestra humilde condición, algunos creyeron ver la huella de la derrota escrita en nuestro destino. Olvidaron que jugaban contra la ruda gente de la bahía, esos desheredados, esos perdedores cuyas hazañas prefieren ignorar y aún más grave, menospreciar, algunos recién llegados a este deporte.
Al principio de esa época de las cavernas, cuando Walsh dirigía al equipo y decidimos subirnos al tren de la NFL, nos importaba bien poco entender de coberturas, dobles marcas, formaciones de ataque o defensa. Nos bastaba con vivir cada partido y asistir a la siguiente exhibición de fuegos artificiales. Y poco a poco aprendimos que los milagros solo sucedían sino uno llevaba esos cascos dorados como el sol. Nos enseñaron a vivir cada Super Bowl con intensidad y asistir a los últimos minutos de aquel drive ganador de Montana, en lucha contra los Bengals y contra el reloj como si de una aparición celestial se tratara, o aquel knock-out casi instantáneo con el que los niners noquearon a los Broncos de un descompuesto John Elway en el Superdome de New Orleans. Hasta el pasado domingo, intentaba explicar a quienes me preguntaban, cómo eran aquellos partidos de los niners. Hoy estoy convencido que basta con remitirles a esos últimos minutos del choque contra los Saints y contarles que aquellos excitantes drives, aquella gloriosa angustia que estalla con el último lanzamiento es solo un pequeño destello de la magia que vivimos.
Trescientos años después, o por lo menos a mi me lo ha parecido, los San Francisco 49ers volverán a jugar una final de Conferencia. Olvidaros de Bills, Lions o Broncos; la historia de este año es la de los niners. Muchos serán los que crean que ante equipos de la talla de los New York Giants, Baltimore Ravens o New England Patriots, nuestras posibilidades de victoria son prácticamente nulas. Quiero creer que en el pecado hallarán su justa penitencia. Desconocen que tras estos diablos rojos se oculta el espíritu del football más épico, aquel que ya fuera en la victoria o en la derrota, siempre asombraba por su coraje, por su firmeza, por su inquebrantable resistencia a la rendición. Varias de las páginas más brillantes de este deporte están escritas en rojo y oro, con sangre del Pacífico. Más allá de las estadísticas, de los QB ratings, de las defensas o de cualquier otro factor, los niners cuentan con algo que el resto de conteniendientes olvidaron hace mucho tiempo tras la pedantería del juego ejecutado con la más absoluta frialdad: su corazón. Porque los bay bombers son letales cuando juegan desde la emoción. Solo cuando reniegan de su condición de "un equipo más", solo cuando aprenden a olvidar algunos criterios puramente deportivos para volver a sus orígenes y recordar quienes fueron, los de San Francisco recuperan su alma.
No os quepa ninguna duda. El próximo fin de semana, cuando la noche caiga sobre Europa, a excepción de los fans de los Giants, el resto del mundo del football se pondrá del lado de los niners dispuestos a embarcarse de nuevo en aquellos recuerdos y emociones hasta el punto que, por unas horas, "el equipo de América", los Dallas Cowboys cederán su denominación a los niners. Solo un par de escalones más, dejádme seguir soñando.
A mi sofá se sentarán todos aquellos que sucumbimos a las lecciones magistrales que aquellos chavales impartían sin descanso; Tura, con quien compré uno de esos primeros videojuegos del Joe Montana Football, con Joan, un fanático de Rice quien, a buen seguro y desde el cielo, seguirá el partido enfundado con aquella camiseta gastada con el #80 a la espalda, con Marc quien me acompañó a ese American Bowl del Estadi Olímpic de Barcelona que los 49ers jugaron ante los Steelers, sólo para ver esa camiseta. También con Mac Calleja, con uno de los pocos fanáticos que ha tenido el valor de confesar su condición durante todos estos años de sequía, con Chicho, quien viajó hasta Washington este año para disfrutar del espectáculo que allí ofrecieron los de la bahía y hasta con la compañía de Ignasi Heras y Pere Junoy, a quienes no conozco personalmente pero a los que reconozco como esos viejos lobos de mar con alma en rojo y oro. Incluso con Mariano Tovar, otro viejo guerrero educado en "ese parvulario" y que, como el resto, estos 49ers le permiten volver a sentirse un chaval. Y con todos nosotros, sentados hombro con hombro y compartiendo carcajadas, emoción y cervezas a Joe Montana, Jerry Rice, Steve Young, Ricky Waters, Ken Norton y el resto de chicos.
Las lágrimas de Vernon Davis no están al alcance de cualquiera. No es un signo de debilidad sino de fiereza, de rabia acumulada por tanta decepción y de inmensa felicidad por devolver a su justo lugar a unos colores tan bellos.
Que un armario empotrado como ese tight end, llegado desde Maryland, sienta de esta forma lo que significa vestir esa camiseta es el perfecto símbolo de nuestra fuerza, de lo que impulsará a los niners hasta lo más alto.
Lo haremos y lo haremos todos juntos. Para eso somos una familia, en la carretera del fútbol durante más de veinticinco años; puede que durante algún tiempo no acudamos a la cena familiar pero siempre sabemos cual es nuestro lugar. Si la victoria llega no habrá alegría comparable. Es hora de que el fútbol vuelva a uno de sus lugares favoritos, es hora de volver a casa.
Our time to shine.