un coche circula por la carretera en medio de un paraje deshabitado cuando de repente paff!!, PINCHAZO!!. El conductor detiene el vehículo y se dispone a cambiar la rueda, pero al abrir el maletero descubre que no tiene gato. Echa un vistazo a su alrededor y no ve ninguna casa donde pedir ayuda. Muy lejos, en el horizonte, se ven unas luces y decide caminar hacia allí para pedir ayuda.
El camino es largo, solitario y oscuro, no hay nada en qué entretenerse para hacerlo más llevadero, únicamente el diálogo interior. Y así pasa el tiempo, pensando en qué le dirá al dueño de la casa: Piensa si pedirle el gato o que le deje llamar por teléfono a la aseguradora para que le ayuden. Se da cuenta de que la opción de cambiar la rueda es la más rápida.
En este diálogo interior se empieza a plantear qué pensará el dueño de la casa cuando llame a la puerta en plena noche: Igual está durmiendo y lo despierto, a lo mejor está ocupado con unos amigos y no me atiende, a lo mejor debido a esta molestia me manda a freír espárragos, a lo mejor se hace el loco y no me abre la puerta, .... el diálogo interior avanza a medida que lo hace el camino y éste se dirige a un lugar sin salida; un final que deja al conductor tirado en plena noche, en medio de ninguna parte y sin opciones de ser ayudado. A medida que esto ocurre, el cabreo se incrementa, comienza a pensar en la insolidaridad de la gente, en lo egoísta que puede llegar a ser el ser humano, a qué tipo de persona se le ocurriría vivir allí, seguro que es un bicho raro, ....
Cuando el conductor llega a la puerta de la casa, llama al timbre completamente cabreado. Al segundo, alguien le abre la puerta y le pregunta: “Buenas noches, ¿en qué te puedo ayudar?”. El conductor le responde: “Mira, ¿sabes qué te digo? ¡que te metas el gato donde te quepa!”.
Aunque exagerado, éste es un proceso mental bastante habitual que solemos llevar a cabo las personas cuando le damos demasiado tiempo a nuestro cabeza para pensar. Nos metemos en espirales sin sentido que nos conducen a conclusiones con menos sentido todavía, donde el “¿y si ...?” o “a lo mejor…” son dos grandes enemigos para el pensamiento.
Susan Nolen, denomina este proceso “overthinking” y comenta que pensar demasiado produce un montón de consecuencias adversas: mantiene o empeora la tristeza, promueve los sentimientos negativos, reduce la capacidad para resolver problemas, desgasta la motivación e interfiere en la concentración e iniciativa. La combinación de estos estados profundos de reflexión con estados de ánimo negativos son un producto tóxico para nuestra mente.
La rutina diaria está llena de contratiempos, de planes rotos, de cambios no deseados, ... y para aquellas personas que tienen el hábito del pensamiento obsesivo, todos estas adversidades constituyen un auténtico muro que para ser saltado necesita el consumo de una gran cantidad de energía. Para este tipo de gente, cada minuto supone una lucha para tratar de sobreponerse a la negatividad que genera su propia cabeza. Son enemigos de sí mismos y buscan excusas como la de que son realistas para justificar un comportamiento poco rentable.
El overthinking de Susan Nole me recuerda a la versión castiza de la profecía autocumplida. Cuanto más piensas en un tema, más probable es que te ocurra lo que estás pensando. Y peor aún, si este pensamiento acaba convirtiéndose en creencia, ya podremos anticipar cuáles serán nuestras circunstancias.
Estos procesos circulares de pensamiento suelen ser una de las mejores maneras de limitar nuestras propias capacidades. Cuando el “y si...” y el “a lo mejor” son los pensamientos más repetidos, es probable que le estemos poniendo límites a algo que no tendría porqué tenerlos.
Cuando pienso en esto, recuerdo esas noches en vela en las que la cabeza no para de darle vueltas a cualquier cosa. Es increíble el malestar que me hace sentir y el remolino que se genera alrededor de cualquier idea sencilla. Al final, el remedio popular de contar ovejas siempre es el que mejor funciona. zzzzzzz ....