Siempre me ha hecho muchísima gracia que gente que jamás vio problema alguno en que, en Hollywood, la conquista del Oeste llegara a convertirse (a fuerza de acumular cientos de films dedicados al tema) en un género específico, se queje amargamente de la supuesta fijación del cine español con el tema de la Guerra Civil. Quejas que me parecen injustificadas, entre otros motivos (¿a partir de cuántas películas se debe considerar que existe una dedicación excesiva...?), porque entiendo que ése, como leit-motiv argumental, tiene un poder y un vigor más que suficientes como para que se le dediquen cintas que lo aborden desde los más variados primas, ángulos, perspectivas y miradas.
En ese sentido, “Pà negre”, la última cinta de Agustí Villaronga —coronada como la gran triunfadora en la última edición de los Goya, gracias a su conquista de nueve premios—, no deja de ser una más de esas películas que sitúa su propuesta argumental en ese entorno, el de la Guerra Civil, pero, sin duda alguna, lo trasciende con largueza, desde el punto y hora en que su alcance va mucho más allá, y el mensaje que nos traslada, por universal, se haría aplicable a cualquier otro contexto geográfico y temporal en que la radical ambivalencia de la condición humana (ésa que es capaz de lo más sublime y lo más perverso) pueda ponerse de manifiesto con la mayor de las crudezas.
Un mensaje que se articula a través de una trama densa, la que se teje alrededor de la peripecia personal, con su despertar a la vida, de un niño, Andreu (cuya interpretación, por cierto, borda el novel Francesc Colomer), un preadolescente que vive en la miseria que se ha enseñoreado de las zonas rurales de la España más profunda, arrasadas después de un conflicto cainita que ha dejado marcados a sangre y fuego a todos sus habitantes, y que tiene en la figura de su padre a un referente vital y moral de primer orden, condicionado por un aura de luchador que despierta en el pequeño un sentimiento profundo de admiración y orgullo, pero con un trasfondo de ausencias y silencios (íntimamente conectados a un episodio turbio que recorre, a modo de subtrama, todo el desarrollo argumental) que empañan ese aura y tiñen de dudas sus afectos.
Desde tales premisas argumentales, Villaronga, un director que siempre (ya desde un principio, con esa impactante y opresiva opera prima que fue “Tras el cristal”) se ha movido con soltura en un registro tonal en el que sordidez y dureza campan a sus anchas (o, en todo caso, con la riendas bastante sueltas), construye un drama de impacto, un drama que acoge, a través de una panoplia de personajes de representatividad sobrada (en edad, en género, en posición social: el abanico es amplio) y de situaciones poco complacientes, tanto una reflexión política de calado (y que cabría resumir en la tesis del encanallamiento moral al que termina abocando todo régimen instaurado sobre la venganza y la violencia) como un dictum ético acerca de la condición humana, y lo delgada que siempre es la línea que separa la representación (falsa) de una imagen esculpida sobre la mentira y el dolor que provoca el desengaño a que da pie esa contradicción insana. Políticamente, el guión de Villaronga deja muy claro de parte de quién está la legitimidad y la legalidad (en su opinión, que comparto, del bando de los vencidos); en cambio, desde una perspectiva moral, su mirada es mucho más ambigua, y, consecuentemente, despiadada (solo el territorio de la infancia —y transitoriamente— se muestra libre de mácula).
No es pues, una propuesta amable, ni un film de digestión ligera, pero, en todo caso, y más allá de sus coordenadas políticas y/o morales, “Pà negre” brilla como drama intenso y compacto, perfectamente 'legible' más allá de su circunstancia histórica y geográfica concreta, y se erige como propuesta destinada a ganar empaque y aprecio crítico con el paso de ese tiempo que tan benévolo tiende a ser con la obra artística que ha apostado por no ceñirse a lo trillado, a lo fácil, a lo comercialmente más viable. Y que ustedes, amigos lectores, y el que esto escribe, lo veamos...