Hace bien Mariano Rajoy en pedir paciencia. Eso es, precisamente, lo único que puede hacer ante la falta de ideas, de iniciativa, de voluntad. Hace bien porque está enrocado, sin posibilidad de movimiento en medio de un ejército de peones muy bien pagados que no piensan moverse no sea que caigan del tablero, a su vez, y a su imagen y semejanza, sin proyección política ni capacidad para ver más allá de la casilla inmediata y comer en diagonal, a otros igualmente insignificantes.
Rajoy se personificó ayer, salió del plasma, y plasmado quedó: es tan impasible que ni siquiera la televisión le engorda. Y se estrenó como un remake de serie B de Poltergeist para engullir y llevar a su mundo de tinieblas a alguno de los 6.202.700 desempleados que escuchaban sus palabras, de tan necias repetidas hasta la saciedad esta mañana. Pidió paciencia, craso error. Paciencia, cuando no hay mucha confianza, como es el caso porque tampoco somos tan amigos, se puede pedir en dos situaciones básicamente: cuando la avería va a ser complicada de arreglar y el experto requiere su tiempo y, sobre todo, sabe lo que hace. Y la segunda es en situaciones en que nada se puede hacer: la involución climática al invierno de estos días es un ejemplo o un atasco de tráfico, pero la ideológica no.
Y mientras este Gobierno de incompetentes manifiestos y probados, rodeados de miles de asesores en un ejemplo poco eficaz de defensa de la familia y de los amigos y de la familia de éstos y así…, mientras este Gobierno, decía, se deja arrastrar por la marea de chapapote sin enderezar el timón, desnortado, en busca de un tesoro, no puede pedir paciencia. No tiene legitimidad para ello: en el vaso solo cabían 6.202.699 gotas. Y ahora la vida se derrama por las calles aledañas al ágora. Paciencia, señor Rajoy, que esto se le acabará pronto a usted y a los suyos y pronto volverá a lo suyo.