Me pregunto si lo que expreso en este blog tiene algún interés. Si es aceptable publicar lo que escribo o si sería más sensato dejar espacio libre para quienes tienen más capacidad y conocimiento. En todo caso, como opinar es construir un relato subjetivo infectado por cuanto se escucha y lee, me tomo la libertad de emular a esos que publican en grandes medios sentando cátedra sobre lo divino y lo humano. Si ellos tienen la ambición de modelar a sus lectores o de servir a determinados intereses, mis apuntes, con sus debilidades y sombras argumentativas, puede que me resulten útiles para prevenir el inevitable deterioro neuronal que provoca el paso de los años.
La actualidad política me interesa y hastía. Sigo las negociaciones poselectorales sin entusiasmo. Si los electores dan la espalda a Manuela Carmena o Ángel Gabilondo, ¿qué quieren que les diga? ¡Estamos sobrados! Pues eso, la sinrazón se propaga en tertulias, editoriales y redes sociales; la razón democrática en las urnas. Nada que objetar, o todo.
Los resultados electorales ratifican que los agoreros del bipartidismo erraron. La alternancia entre dos partidos ha dado paso a la disputa entre dos bloques con una representación y número de votos muy similar. Esos mismos resultados confirman la existencia de formaciones políticas con respaldo electoral suficiente para constituirse en opción de gobierno en ayuntamientos, comunidades autónomas o Gobierno de la nación. Otras tienen dos opciones: o se mantienen al margen de las tareas de gobierno ejerciendo la labor de oposición -muy digna y necesaria cuando se desempeña pensando en los intereses ciudadanos más que en los réditos electorales- o se convierten en muleta, tal vez guía, de algunos de los partidos más votados en cada bloque y circunscripción.
Las relaciones entre los partidos son a veces tan extrañas, su enemistad tan teatral, que esa representación de hostigamiento, amenaza y descalificación continua ofrece espectáculos lamentables. A pocos pueden extrañar las mentiras de los políticos intentando ocultar la verdad de sus intenciones. Y es que resulta que cuando no se producen mayorías suficientes, en una democracia que se dice parlamentaria, hay que buscar acuerdos que respondan a la lógica del bien común. No se trata de gobernar por gobernar bajo la estúpida creencia de pensar que nuestra opción política, o aquella a la que hemos dado nuestro voto, es la mejor. La intolerancia y el sectarismo, la negligencia, el pillaje o el latrocinio no tienen derechos de exclusividad.
Lo trascendente en estos días de negociaciones consiste en saber si se gobernará para los ciudadanos o para la oligarquía. La democracia mengua cuando se ignora el diálogo o cuando los personalismos se anteponen a los intereses colectivos. En una democracia parlamentaria hay que dialogar y buscar aliados; apostar por la apertura, salir del área de confort y asumir de una vez que quien tiene una visión diferente no es el enemigo. Hay un mandato electoral que obliga al acuerdo entre quienes pueden trabar un proyecto de progreso y transformación que busque soluciones a los problemas de nos acechan: el envejecimiento de la población, el futuro de las pensiones, el tema territorial, el despoblamiento de las zonas rurales, el sostenimiento y mejora de la sanidad y educación pública, las condiciones laborales y salariales de los jóvenes, la seguridad de la mujer, la lucha contra la homofobia, la desigualdad y la erradicación de la pobreza, la justicia social y el cambio climático. Se trata de pensar y transformar la política o de continuar dejándonos llevar por parlanchines de tres al cuarto.
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