A última hora de la tarde los mercaderes continuaban sus negocios en las casas. Eragon ansiaba que llegara la noche porque entonces saldrían los trovadores para explicar historias y hacer trucos. Le encantaban los cuentos sobre magia, sobre dioses y, si eran realmente buenos, sobre los Jinetes de Dragones. Carvahall tenía su propio cuentacuentos, Brom, que era amigo de Eragon, pero con los años sus cuentos se habían quedado anticuados, mientras que los trovadores siempre ofrecían relatos nuevos que el muchacho escuchaba con impaciencia.
Eragon acababa de romper un carámbano de la parte inferior del porche cuando descubrió a Sloan, que estaba cerca. El carnicero no lo había visto, por lo que el chico agachó la cabeza y salió corriendo, doblando una esquina, rumbo a la taberna de Morn.
Hacía calor en el local y estaba lleno del humo grasiento de las velas que chiporroteaban. Los relucientes cuernos negros de un úrgalo, cuya longitud equivalía a la distancia de los brazos extendidos de Eragon, colgaban encima de la puerta. El mostrador de la taberna era largo y bajo, con una serie de peldaños en un extremo para que los clientes pudieran repartirse mejor. Morn, cuya parte inferior del rostro era corta y aplastada como si hubiera metido la barbilla en una rueda de molino, regentaba la taberna arremangado hasta los codos. La gente abarrotaba las sólidas mesas de roble y prestaba atención a dos mercaderes que habían acabado de trabajar y estaban tomando una cerveza.
-¡Eragon, que alegría verte! ¿Dónde está tu tío? -preguntó Morn apartado la vista de la jarra que limpiaba.
-Comprando -respondió Eragon-. Tardará un rato.
-Y Roran ¿también ha venido? -inquirió Morn mientras le pasaba el trapo a otra jarra.
-Sí, este año no ha tenido que quedarse a cuidar a ningún animal enfermo.