«Vine al mundo el día de Difuntos por una coincidencia que siempre me parecerá asombrosa, con un retraso de solo veinticuatro horas con respecto a la fiesta de Todos los Santos… Esta fecha ha quedado grabada en mi memoria para siempre como un mal sueño. Aunque provengo de una familia rica, mi padre, pese a ser un aristócrata, no era ni un estúpido ni un inculto. Amaba la música, el teatro y el arte. Éramos siete hermanos, pero la familia se las supo ingeniar para salir adelante. Mi padre nos educó severamente, duramente, pero nos enseñó a apreciar las cosas que cuentan, como son precisamente la música, el teatro y el arte. Yo crecí entre escenarios. En Milán, en nuestra casa de Via Cerva, teníamos un pequeño teatro, y luego estaba la Scala. En aquel entonces la Scala era una especie de teatro privado, patrocinado por mecenas. Primero lo subvencionaba mi abuelo y luego mi tío. Mi madre era una burguesa. Una Erba. Su familia se dedicaba a la venta de medicamentos. Habían salido de la nada y empezaron vendiendo medicamentos al por menor, y luego por las calles. Crecí también en medio de un olor a farmacia: nosotros, los chicos, entrábamos en los pasillos del establecimiento Erba, que olían a ácido fénico, y ¡era tal la excitación, tal la aventura! El sentido de lo concreto, que creo haber poseído siempre, me viene de mi madre… A ella le gustaba mucho la vida mundana, los grandes bailes, las fiestas fastuosas, pero amaba también a los hijos, así como la música y el teatro. Era ella quien se ocupaba diariamente de nuestra educación. Y ella también quien me hacía tomar lecciones de violoncelo. No fuimos abandonados a nuestra suerte, ni habituados tampoco a llevar una vida frívola y vacía, como ocurre con tantos aristócratas».
(en Settimo giorno, 28 de mayo de 1963)