Luego de aquella época de las preguntas, fui aprendiendo que el lenguaje tenía sus normas de uso. Unas normas que se regían por el sexo. Cuando una palabra clasificaba como palabrota no la debía decir una niña, ni siquiera una mujer adulta. Era una especie de propiedad privada de los hombres que tenía que ver con ciertos derechos que confiere la testosterona. Aprendí también que por lo menos desde el Renacimiento, las mujeres eran parleras pero debían estar calladas, porque para decir lo que tenían que decir era mejor que no abrieran la boca. Ya Quevedo, para quien la mujer culta es fea, había asociado en ellas el “buen lenguaje”, con la “mala cara”, afirmando, en tono de cura sermonero: “Muy docta lujuria tiene, / muy sabios pecados hace”.
A mí, la verdad, de no haber otra opción, me parecían más apetecibles la lujuria docta y los pecados sabios que nos reprochaba Quevedo, que la ignorancia casta y triste que nos quería recetar. Así pues, por mucho tiempo mantuve oculto, o casi oculto mi romance ilícito con el lenguaje. Leía todo lo que caía en mis manos, pero mucho de lo que caía en ellas era de eso que hacía fruncir el ceño a las personas serias y morales (y hasta a las serias inmorales). Además escribía algunas cosillas de las que solo sabían algunas personas cercanas y cómplices. Luego, como el machismo siempre me ha dado pica pica, en algún momento empecé a picar encima de él y eso sí ya en cierto modo hizo de mí una mujer pública en la más pura línea quevedista.
Así fue como en este leer y escribir y picar se han ido armando algunas obras a lo largo de unos … muchos años. Y al fin, siempre bajo la consigna de Linneo, de que “si ignoras el nombre de las cosas, desaparece también lo que sabes de ellas”, hace un tiempo se me ocurrió escribir esta terminología, que ha ido formándose de a poco, como por sedimentación. Resultado de mucho leer, mucho escarbar, mucho recapacitar y hasta de mucho enfurecerme. Pero sobre todo producto de mi permanente fascinación por el lenguaje. Espero que esta obra satisfaga una necesidad social, pero, al mismo tiempo confío en que no me pase como a aquel escritor que era muy imaginativo: imaginaba que sus libros se venderían.