Revista Arte

Palacio Cerralbo, la casa en el museo

Por Lasnuevemusas @semanario9musas

Sólo quienes poseen la virtud de la curiosidad (y tienen por ello deseos de conocer) saben que, a un paso de la Plaza de España madrileña, se esconde un museo que en nada tiene que envidiar a otros de la capital.

No se trata de un espacio de estas características al uso, como pueden ser los más emblemáticos de la ciudad (incluido el del Bernabéu, que paradójicamente goza de más visitas que los del Prado, Thyssen o Reina Sofía), sino de algo más que eso: un museo que, además, fue vivienda.

, su propietario, se encargó personalmente del diseño de la edificación; no sólo debía funcionar como casa particular, sino también como lugar de recepción pública, donde poder además exhibir los objetos que como coleccionista fue atesorando. Y es que, además de poseer el título nobiliario de marqués y de conde (el blasón nos recibe en la cornisa del palacio), su dueño fue también arqueólogo, político e historiador.

Su pasión por el arte -y por la cultura en suma- le llevó a atesorar una colección que incluía elementos insertos en la propia fisonomía de la arquitectura del edificio, como la barandilla de hierro forjado procedente del Palacio de Bárbara de Braganza, por cuyas escaleras se asciende al piso superior.

Como diría Walter Benjamin, Aguilera fue un auténtico "trapero" de su época, pues se encargó de ir recopilando piezas de gran valor en su época (el s. XIX) para después donarlas al Estado español. Esta faceta artística y filantrópica era muy afín a los gustos decimonónicos de la burguesía adinerada europea. Otro ejemplo lo podemos encontrar en el Museo creado por José Lázaro Galdiano, coetáneo al aquí analizado.

En el caso del marqués, este interés por la cultura le venía desde la adolescencia, poseyendo dotes para la pintura, el dibujo o la poesía. Además de dar a conocer distintas investigaciones en torno a diferentes figuras históricas, ocupó el tiempo libre del que disponía en realizar viajes, acudir a subastas o a visitar a anticuarios. Gracias a ello podemos disfrutar actualmente de un rico patrimonio artístico e histórico.

El marqués de Cerralbo vivía en la calle Pizarro (entre la Plaza de Callao y la calle de San Bernardo), cuando le surgió la oportunidad de adquirir los terrenos que actualmente ocupa el museo. La construcción del palacio se extendió una década, iniciándose en 1883 y concluyéndose en 1893.

Alejandro Sureda, Luis Cabello y Asó y Luis Cabello Lapiedra, quienes siguieron las directrices de los diseños del marqués. Éste tenía una idea muy clara de la disposición y uso de su espacio. La edificación ocupa toda una manzana y su apariencia exterior no parece delatar lo que esconde.

En su estilo arquitectónico destaca la combinación de piedra y ladrillo, resultando una amalgama clasicista, ecléctica y de estilos de la época, como el neo-mudéjar. Además de sus torreones esquinados, otro de sus elementos más llamativos es el jardín, también inspirado en un diseño de su propietario. Conformado por un estanque central dominado por la curiosa estatua de un jabalí (procedente del palacio de Medinaceli, derribado en 1890), unos bustos de emperadores romanos adosados a un muro "a la maniera" italiana, y unos senderos poblados de vegetación que evocan los jardines románticos ingleses, el remate final lo pone el majestuoso templete o mirador en su esquina.

Su ordenación actual no es original sino una recreación efectuada en 1995. De la misma forma, otras estancias del palacio sufrieron modificaciones o fueron eliminadas en sucesivas reformas, lo que propició que también recientemente se buscara devolverles su aspecto histórico original.

Así, se pueden visitar algunas de estas salas diseñadas según su temática y dedicadas a la vida social: el salón billar, que incluía la mesa de carambolas y los altos divanes con escabeles donde las damas se sentaban para contemplar las partidas; el gran comedor, con una mesa de dimensiones considerables en la que se servían opíparos buffets y cenas; el salón de baile, adornado con toda la parafernalia teatral destinada a magnificar el tamaño y opulencia del espacio (espejos, columnas de mármol, frescos, lámparas o una gran balconada); la biblioteca, doble piso cubierto por estanterías avitrinadas con infinidad de valiosos volúmenes; el despacho, donde recibir a las figuras de la cultura y de la política; la sala de descanso o la de fumar, decorada exóticamente según el estilo árabe.

Y, a lo largo de cada una de estas estancias y como conectoras de éstas, las diferentes piezas de la colección: lienzos por los que puede establecerse una historia de la pintura desde el s. XV al XIX (con autores tan estimables como El Greco, Tintoretto, Zurbarán o Van der Hamen); esculturas y mobiliario ornamentando la atmósfera palaciega; una colección de armas y armaduras que simbolizan el pasado noble de los dueños; objetos de menor tamaño asociados a la arqueología o la numismática; y, cómo no, posesiones personales como retratos y fotografías, entre los que destaca la colección de imágenes de temática carlista; en dicho movimiento militó nuestro protagonista, llegando a ser representante de Carlos de Borbón (que le cedió su propio toisón -caso único pues el toisón es una posesión temporal, debiendo devolverse-).

En las estancias del edificio se olvida el espacio y tiempo, relativizándose al antojo del espectador. Ello comienza en el propio portalón custodiado por majestuosas puertas de roble, que servía como entrada de carruajes. Hasta la luz solar de este tiempo parece quedarse fuera, sirviendo las cortinas señoriales de parapeto para evitar el deterioro del lustre de los elementos contenidos en el interior.

Conviene recorrer esta cápsula del tiempo en un día de descanso, donde no importe el reloj en demasía y pueda uno entregarse al disfrute y paciencia olvidados, recordando que el disfrute de la belleza, el cultivo de la sensibilidad, son tan importantes para nuestro espíritu como las cosas materiales más urgentes.


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