Autor Colaborador: Marina Valcárcel
Licenciada en historia del Arte
Asesinato de 25 soldados del ejército sirio por Daesh, Anfiteatro de Palmira, julio 2015.
Palmira después de Daesh: Destrucción del Patrimonio y otras formas de terror.
Raramente unas gafas habían sido las protagonistas de una ejecución. Pero las gafas de Khaled al Assad habían visto demasiado. Director de la ciudad histórica de Palmira, hacía cuatro décadas, llevaban mimando cada fuste de la gran columnata del palmeral, cada esfinge del templo de Bel.
En la primavera de 2015 Al Assad vivía tranquilo, jubilado, pero siempre cerca de sus ruinas. Al principio del conflicto en Siria, Palmira parecía a salvo de la línea de combate. Pero en mayo los milicianos de Daesh se acercan. La ciudad se vacía, el ejército sirio huye y este hombre de 82 años decide trazar un plan. Horas antes de la entrada de los yihadistas en la ciudad, avanza hacia su museo, convoca en secreto a su hijo y a su yerno, los tres seleccionan las 900 piezas más valiosas y organizan su evacuación en tres camiones hacia Damasco. Después Walid, hijo de Assad, y su yerno huyen. El yerno de Al Assad está casado con su única hija, a la que al nacer el centinela de Palmira, llamó Zenobia, como la gran reina de la “perla del desierto”.
El resto de la historia es conocida. Los yihadistas toman la ciudad, se oyen las detonaciones bajo los templos de Bel y Baalshamim, también en el arco de triunfo, los edificios funerarios se riegan de minas, las imágenes dan la vuelta al mundo. Irina Bokova, directora de la Unesco, califica los hechos de crimen de guerra. En el suelo, 25 hombres ensangrentados y arrodillados delante del anfiteatro de Palmira mueren a punta de pistola por 25 muchachos hijos de los fanáticos, el mayor como de 12 años. Ondea la bandera negra del califa. Las hordas de Daesh tardan poco en llegar al museo; allí, ante su estupor, urnas y paredes están vacías, sólo encuentran en su despacho a un anciano que les espera apaciblemente. Al Assad fue detenido y torturado a diario durante un mes. El 18 de agosto su cuerpo apareció colgado por las muñecas, de la farola de la plaza de la ciudad, de su cintura colgaba un cartel donde se enumeraban “los pecados de quien dirigió el sitio de los ídolos”. Foto escalofriante. A sus pies está su cabeza a la que cuidadosamente habían puesto sus gruesas gafas de pasta negra.
El Corán contiene versículos en los que se dan definiciones sobre la decapitación: “Cuando sostengáis, pues, un encuentro con los infieles, descargad los golpes en el cuello hasta someterlos.” [47:4]. Hemos crecido en la idea de que para un musulmán ésta es la más humillante de las muertes. La resurrección, la vida futura, no son posibles si a la víctima le han cortado la cabeza.
Esta historia brutal, apenas tiene dos años de antigüedad, sin embargo, hace una semana Malamud Abdelkarim, director general de Antigüedades de Siria afirmaba: “Desde entonces hemos enterrado a 15 funcionarios del ministerio: cuatro fueron decapitados por Daesh, el resto falleció por francotiradores o explosiones”. Los verdugos extremistas están creando una nueva modalidad de héroes del patrimonio cultural sirio.
Palmira antes de mayo de 2015.
En una pequeña ciudad italiana
Estos días, en la apacible ciudad italiana de Aquilea, a 90 kilómetros al este de Venecia, se cierra una exposición que no debe quedar en el olvido: Retratos de Palmira en Aquilea. La primera en Europa dedicada a la ciudad siria después de su destrucción. Con una treintena de esculturas, mosaicos y fotografías ha pretendido difundir la importancia de un patrimonio cultural en peligro. Y toda ella, desde la inscripción de la entrada hasta las paredes pintadas del mismo azul que el museo de Palmira, son un homenaje al profesor Al Assad. Aquilea, conocida como “la madre de Venecia” es casi, por derecho propio, la sede de esta muestra que alberga a la Venecia del desierto. Dos ciudades declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco que dialogan a pesar de la distancia geográfica, mediante obras maestras. Quizás, este debería ser el espejo de algunos otros proyectos o germinaciones de una Europa que, desde hace un tiempo, se pierde y se encuentra a sí misma incesantemente. El arte como aglutinante.
Relieve funerario con los retratos de Batmalkû y Hairan, Palmira, siglo III d.C
Tesoro irremplazable
Entre la piezas de esta exposición se oían entrecruzadas dos voces calladas: la de Paul Veyne y sus 127 páginas de viaje al pasado en, Palmira: el tesoro irremplazable (Ed. Ariel, 2017), a la que seguía la voz enmudecida de Al Assad: “El oasis de Palmira -escribía Al Assad- aparece a lo lejos, protegido al oeste y al norte por una cadena de montañas donde culmina el Jebel Haian. Al este y al sur, la ciudad se abre al infinito. Un jardín de 500.000 olivos, palmeras y granados como una corona de laureles ceñidos al inmenso campo de ruinas. Columnas doradas, tumbas y, sobre todo, la imponente masa del santuario de Bel...”. Esta ciudad, cuya riqueza arqueológica es sólo comparable a Pompeya o a Éfeso, fue asentamiento desde el segundo milenio antes de Cristo, crisol de muchas civilizaciones antes de ser anexionada en el siglo I a.C al imperio romano; después alcanzó su máxima extensión bajo el reinado de la gran Zenobia. Palmira era el cruce de caminos de la vieja ruta de la Seda. En el siglo II a.C se hablaba arameo y griego entre las caravanas donde bullía el comercio; los romanos compraban incienso, pimienta, marfil, perlas y sedas de Persia, India y Arabia, a cambio de trigo, vino y aceite. Y es que, paseando entre las cabezas de los relieves funerarios de las familias pudientes de Palmira en esta exposición, se distingue una analogía con cualquier modelo de otras zonas del imperio romano, mezclada con un aire oriental. Una modernidad parecida al eclecticismo que se siente hoy en cualquier calle de Manhattan o de Barcelona, aquello que Veyne llama “rostros de ciudadanos del mundo”.
Detonaciones en Palmira. Mayo de 2015-marzo de 2016.
Palmira, la fértil reina del desierto, representa todo lo que los fanáticos odian: la apertura, el intercambio de culturas, la noción de patrimonio de la humanidad... Desafiaba con su belleza eterna la negrura de la brutalidad y la ignorancia. Estuvo en manos de Daesh entre mayo de 2015 y marzo de 2016. En 1814, Goya pinta ya la destrucción del arte en un dibujo de sus series: No sabe lo que hace, retratando a un hombre absurdo, descamisado, poseído de un gesto altivo pero con los ojos cerrados. Acaba de destrozar una escultura. Es un personaje de hoy. La iconoclasia ha existido siempre: desde Bizancio a la Reforma, desde la Revolución Rusa a la Entartete Kunst -arte degenerado- de los nazis. Sin embargo, desde la destrucción en 2001 de los Budas del valle afgano de Babiyán, asistimos a un nuevo modo de terrorismo. La yihad mediática. Los talibanes produjeron unas imágenes cuya eficacia planetaria sólo ha sido superada por la foto de los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas. Desde entonces, internet no ha parado de difundir propaganda islámica poniendo de manifiesto la dificultad de controlar la circulación y el impacto de las imágenes electrónicas, desde la destrucción de manuscritos antiguos en Mali, los sitios patrimoniales de Jorsabad, la gran mezquita de Damasco o el Crac de los Caballeros hasta la furgoneta asesina de Barcelona o la amenaza sobre la Sagrada Familia. Hace pocos días, los líderes del Reino Unido, Francia e Italia encabezaron una propuesta para que los gigantes de internet retiren en menos de dos horas los contenidos extremistas que disemina Daesh. Urge tomar medidas. Ya lo dijo Veyne: “Conocer solo una cultura, la propia, supone condenarse a uno mismo a vivir sólo una vida, aislado del mundo que nos rodea”.
- Palmira después de Daesh - - Alejandra de Argos -