Siempre les comento a mis alumnos que lo innegociable e imprescindible de un Estado Constitucional es el Estado de Derecho, la Democracia y la separación de poderes. Ese es el mínimo indispensable para que una sociedad pueda merecidamente calificarse como constitucionalista. A partir de ahí, cómo quiera organizarse esa sociedad (Monarquía o República, Estado unitario, federal, centralista o descentralizado…) ya depende de las preferencias de su ciudadanía. Francia es un República centralista, España es una Monarquía descentralizada, Alemania es un Estado Federal y así sucesivamente. Ahora bien, cabe exigir que, una vez haber optado por un concreto modelo, la forma de regularlo, organizarlo y ponerlo en práctica sea coherente y rigurosa para que resulte eficiente y eficaz.
Nuestro modelo autonómico siempre ha estado presidido por una gran confusión en la distribución de competencias. Saber hasta dónde llegan las que corresponden al Estado en, por ejemplo, Educación o Sanidad, y dónde empiezan las de cada una de las Comunidades Autónomas equivale, en algunos casos, a un galimatías y a casi una apuesta adivinatoria, más que a una respuesta cierta tras analizar las normas que regulan el reparto competencial. Ello genera, no sólo confusión e inseguridad jurídica, sino también numerosos conflictos judiciales y un laberinto burocrático en el que, en no pocas ocasiones, el ciudadano de a pie se acaba perdiendo. Dicho de otra manera, yo no critico la decisión de nuestro Constituyente de apostar por un modelo descentralizado (opción válida y legítima como cualquier otra), sino su modo de llevarla a la práctica.
La pandemia ha hecho aún más evidente la desorganización de nuestro Estado Autonómico, llevando sus contradicciones y disfuncionalidades hasta unos límites realmente absurdos. Nunca como en esta coyuntura se ha visto con mayor claridad cómo nuestros cargos públicos defendían la necesidad de un plan común adoptado por el Gobierno Central para todo el territorio y, al mismo tiempo, proclamaban la conveniencia de que cada Autonomía tomase el mando y gestionase la situación descontrolada, imprevisible y sin precedentes generada por el coronavirus. Con el empeño de, al parecer, lograr un círculo cuadrado, se ha intentado simultáneamente afrontar el problema desde una perspectiva unitaria, global y nacional, y también desde otra descentralizada y acorde con las competencias que en materia de Sanidad posee cada una de las Comunidades Autónomas. En consecuencia, el caos, la incertidumbre y la judicialización de demasiadas decisiones han vuelto a demostrar que nuestro sistema autonómico no ha sido bien diseñado.
Con el primer estado de alarma, el Gobierno central recibió abundantes críticas por ser el único en tomar decisiones. Sin embargo, cuando en las posteriores prórrogas se optó por trasladar a los Ejecutivos autonómicos la responsabilidad de la gestión, se criticaron igualmente las deficiencias que suponía abordar el problema desde diecisiete perspectivas. Hay que reconocer que, a la hora de decir una cosa y la contraria, nuestros políticos son verdaderos expertos. Defienden una postura cuando gobiernan y otra diametralmente opuesta cuando se hallan en la oposición.
Pero donde se ha apreciado más palpablemente el despropósito de esta desorganización ha sido en la utilización del denominado Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud. Conforme a nuestra legislación, se trata de un órgano de coordinación y cooperación entre la Administración del Estado y las Comunidades Autónomas para garantizar el derecho a la salud de los ciudadanos en todo el territorio del Estado dado que, conforme al artículo 139.1 de nuestra Constitución, “todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado”. En el fondo, no deja de constituir el enésimo intento de presumir de ese citado círculo cuadrado, habida cuenta que, en coherencia, no se puede afirmar primero que “todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado” para, en la misma norma, posibilitar que derechos como los de la Educación o la Sanidad entren en el reparto competencial e integren, si quiera parcialmente, ese espacio en el que cada CC.AA. puede legislar y adoptar políticas por su cuenta.
En cualquier caso, la Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud establece claramente que los acuerdos del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud se plasmarán a través de “recomendaciones”, las cuales saldrán adelante “por consenso”. No obstante, ante las desavenencias entre las diferentes Administraciones, se ha pretendido convertir en “norma jurídica” lo que la ley llama “recomendaciones” y sustituir la regla del consenso por el mecanismo de la mayoría, para defender al mismo tiempo la competencia autonómica en materia de Sanidad con la necesidad de un plan centralizado y uniforme para todo el Estado.
Así no es posible seguir. Urge tomarse en serio la forma de organización de nuestro modelo territorial y decidir de forma razonada y razonable qué competencias deben ser autonómicas y cuáles estatales, a fin de obtener unos resultados más eficaces y justos. Este empecinamiento en querer cuadrar el círculo para afrontar al mismo tiempo los problemas desde el Estado y desde las CC.AA. no sólo es cuestionable, sino que ya se está traduciendo en peores servicios públicos y en menores derechos para los ciudadanos.