Foto: Javier Arroyo
Han pasado siete días desde que llegué de Valencia y aún no he tenido valor para relatar mis vivencias mediterráneas. Justo es decir que siempre me pierdo las mejores tardes -o sea, Manzanares, Capea y Fuente Ymbro- y que por tanto mi visión puede resultar catastrofista en exceso.
En cualquier caso, me pregunto si tres tardes salvan una feria. Y a la espera de la respuesta, allá que voy, rascando sobre las pieles muertas de una memoria psoriásica, para rememorar -no sin cierto escalofrío- poses ortopédicas de algún que otro aspirante, toros ratoniles necesitados de un chute de ginseng, brindis al público que se me antojan brindis al sol o toreros que se cargan a los toros antes incluso de entrar a matar.
Pero no todo ha sido negativo: en Valencia me han tratado fenomenal -Nacho Lloret es un as de las relaciones públicas; que aprendan muchos otros pseudoempresarios y jefes de incomunicación- y además he aprendido algunos conceptos taurinos.
Primero, la diferencia entre torear y dar trapazos: que te den ganas de volverte capote para que te mezan en la suavidad de un lance eterno o que con cada tirón de las telas sientas que te pegan un puyacito en el alma.
Segundo, ventajismo: intentar ganarte cuatro palmas con un gesto de galante forma, efectista, pero sin fondo ninguno. Hacer un brindis al sol sabiendo que todo lo que puedes ofrecer no es más que sombra. Intentar parecer lo que no eres para convencer a los que no saben siquiera si eres y dudan de si serás.
Esto me recuerda al anuncio aquel de "Papá, ¿por qué somos del Atleti?". Ahora la pregunta es: "Papá, ¿por qué me gustan los toros?". Y a falta de padre que me conteste, intuyo que la respuesta es: "Porque de vez en cuando Morante acaricia el cielo con las yemas de sus dedos o José Tomás te baja la gloria en el suspiro contenido que precede a un natural imposible".
Publicado en Burladero.com