Con el inicio oficial de la campaña electoral local en toda España y autonómica en varios territorios (la extraoficial hace mucho tiempo que comenzó), y aún con más citas a las urnas en el horizonte cercano, se reaviva el debate sobre la calidad de nuestra democracia y sobre el desencanto de buena parte de la ciudadanía con sus representantes políticos. El grito de ¡no nos representan!, estribillo en manifestaciones y reivindicaciones de los ciudadanos descontentos con sus cargos públicos, está siendo muy utilizado. Pero, yendo un paso más allá del mero desahogo, de la simple protesta, lo verdaderamente relevante es saber si existe una propuesta alternativa creíble, capaz de solucionar los déficits democráticos que nuestro sistema posee.
Para analizar este asunto, dos son los puntos esenciales a tener en cuenta. El primero es el momento de la elección y toma de posesión de los citados cargos públicos. El segundo, el momento del control del ejercicio de las potestades de las personas designadas, una vez alcanzado el poder. De estas dos fases, la primera tiene que ver más con el concepto de “Democracia” en sentido escrito, mientras que la segunda, aunque se conecta con tal concepto, lo entremezcla con el de “Estado de Derecho”, en cuanto éste implica el cumplimiento de las normas que componen el ordenamiento jurídico.
Pensando en el origen y en los motivos de la desafección ciudadana hacia sus representantes, creo sinceramente que el problema nace más de las deficiencias del control de la actividad del cargo que del mecanismo de su elección. Con esto no quiero decir que nuestro sistema electoral me parezca adecuado. Mis palabras, pues, no deben interpretarse como si no apostara decididamente por impulsar la denominada “Democracia Directa” y ampliar el número de puestos a designar directamente por la ciudadanía. Muy al contrario, defiendo ante cualquier foro que nuestras normas electorales son precarias, injustas y deficientes, y que la crisis de afección popular puede solventarse con mayores dosis de democracia. Sin embargo, no nos engañemos. Se trata de reflexiones propias de los estudiosos del Derecho Constitucional, la Ciencia Política y disciplinas similares. El enfado de los votantes proviene mayoritariamente de la percepción de corrupción, impunidad, lentitud de la Justicia (cuánto tarda en ventilarse un procedimiento judicial) y tardanza de los controles asociados a la acción (el lapso de tiempo entre la comisión del hecho por parte del infractor y su salida a la luz para poder ser investigado).
De modo que, cuando me preguntan por mis recetas para corregir el creciente desapego del pueblo hacia los gestores de lo público, además de referir las fórmulas para purificar los procedimientos de elección de cargos y de puestos de responsabilidad, recomiendo vivamente invertir más en Justicia para disponer de muchos más medios. Es intolerable que desde el Tribunal de Cuentas se reconozca que, para controlar las “Cajas B” de los partidos políticos, necesitan el triple de recursos de los que tienen ahora. Es inadmisible que el patrimonio de la familia Pujol salga ahora a la palestra para su estudio, cuando sus actividades se remontan a los años ochenta. Es anacrónico que la instrucción del caso “Gürtel” dure más de un lustro. Es dantesco que la de los ERE ocupe tal volumen y recaiga sobre una sola juez. Es desalentadora la cantidad de delitos de este tenor que quedan impunes, bien por prescripción, bien por otro reflejo de la ineficacia de las leyes. Y es decepcionante que los controles de los Parlamentos hacia los Gobiernos de turno queden asfixiados por la férrea y extemporánea disciplina de partido.
Por ello, los alquimistas que buscan la democracia más pura, la más perfecta, además de debatir sobre la pureza de los comicios electorales y sobre la exquisitez de la participación ciudadana, deberían observar, aunque fuera de reojo, el cumplimiento del Estado de Derecho, para que así los votantes no sientan un asqueo generalizado cuando les hablen de esa panacea que es la democracia perfecta. Una panacea que, hasta la fecha, no pasa de ser un espejismo.