Revista Arte
Paralelismos sugerentes en el Arte, el de una belleza barroca fascinante junto al de la simbolista más intrigante.
Por ArtepoesiaLas vidas retratadas en el Arte tienen a veces semejanzas indirectas, relaciones que nunca tuvieron nada que ver, o que fueron poseídas de vínculos luego de que alguna de ellas fuese compuesta tiempo después a través de otras semejanzas compartidas apenas. Decía y dice uno de los axiomas geométricos más conocidos del famoso matemático griego Euclides que: dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí. Y todo empezaría entonces cuando el pintor simbolista austríaco Gustav Klimt (1862-1918) visitase el Museo de Historia del Arte de Viena y admirase el retrato que Diego Velázquez hiciese en el año 1653 a la infanta española María Teresa de Austria (1638-1683). Porque Friederika Langer, más conocida como Fritza Riedler, le había encargado un retrato suyo al pintor simbolista en el año 1904. Klimt se detendría entonces ante el barroco cuadro de Velázquez y, en su delirio artístico mimético, acabaría inspirándose en el retrato de la infanta española para componer ahora, simbólicamente, el retrato tan modernista de Fritza Riedler. La genialidad de Gustav Klimt llevaría a componer un retrato moderno con las características estéticas y compositivas de uno antiguo. El pintor simbolista austríaco había hecho del erotismo su rasgo estético principal en el Arte de finales del siglo XIX. A comienzos del siglo XX compuso obras donde la desnudez y la osadía estéticas les llevaron a ser criticadas y rechazadas por un público excesivamente puritano. Aun así, Fritza lo contrataría y el pintor realizaría una combinación modernista extraordinaria entre aquella composición inspirada de Velázquez y una simbología llena ahora de ojos y de bocas abiertas, todo ello para completar así una inspiración moderna de algo meramente representado ahora sin rubor: el erotismo implícito en cualquier forma estética que solo lo insinuase. La semejanza con la obra de Velázquez tuvo en el pintor austríaco tal vez que ver con el semblante melancólico de la adolescente infanta española, esa lejanía de todo, esa extrañeza de todo, ese temor o ese sentimiento de malgastar la vida que el pintor español supo apenas reflejar en su obra barroca.
La vida de Fritza Riedler empezaría en Berlín en el año 1860 en una destacada familia alemana de entonces. Se casaría con el famoso ingeniero de diseño Alois Riedler, un austríaco diez años mayor que ella, y vivieron en la imperial Viena de entonces donde representaban a la alta sociedad de Austria de principios del siglo XX. En su obra simbolista Gustav Klimt la representa con el anhelo sacrificado de los años vividos, cuando Fritza tenía entonces ya cuarenta y cinco años y se encontraba amparada entre su desdén vital y su ingenuidad no perdida del todo para siempre. La obra barroca con la que se inspiraría Klimt la había pintado Diego Velázquez en Madrid en el año 1653, cuando la infanta María Teresa de Habsburgo, hija del rey Felipe IV de España, tenía entonces catorce años y todavía ignoraba lo que el azar de la vida le traería luego. Siete años después se casaría la infanta con el gran rey sol de Francia, el poderoso Luis XIV. Para entonces, pleno siglo XVII, la moda femenina palaciega utilizaba una falda muy amplia llamada guardainfantes. Esa moda tuvo adeptos y críticos por igual. Don Alonso de Carranza, un caballero de la orden de Santiago, escribiría en el año 1636 un Discurso contra los malos trajes y adornos lascivos: No hay cosa más ajena del cuerpo grácil y delicado de las mujeres que el grueso y aparente bulto que ahora acompaña a sus caderas. El demonio no ha podido inventar traje más atado y penoso. Es costoso y superfluo, feo y desproporcionado, lascivo, deshonesto y ocasionado a pecar. Impeditivo en gran parte a las acciones domésticas, así como para entrar por puertas y postigos y solo poder entrar en palacios y aposentos principales. Con esas pompas en forma de campana andan las mujeres con nueva y nunca usada libertad, en tan olvido recato, engreídas y alentadas. Porque lo ancho del traje les presta comodidad para andar embarazadas sin ser notadas, hecho que preñadas fuera del matrimonio una doncella dio principio a este traje para encubrir su miseria, y por eso se le dio así el nombre de guarda-infantes.
Como consecuencia el rey Felipe IV publicaría un pregón prohibiendo el uso de esa prenda femenina en el año 1639: Ninguna mujer pueda traer ni traiga guardainfante o traje semejante, excepto las mujeres que, con licencias de la justicia, públicamente son malas de sus personas (las prostitutas). Esa crítica a la moral del traje abultado radicaba en que una mujer podía ocultar su embarazo o incluso a su amante bajo sus faldas si pensara que podía ser descubierta. La prohibición real sobre el guardainfantes no prosperaría, ya que la moda nunca pudo ser abatida por las leyes políticas, ni siquiera por entonces. Ese estilo de vestidura femenina se seguiría llevando por las mujeres durante los siguientes años y siglos, siendo de las modas evolucionadas femeninas que más prosperaron, sin embargo. La propia hija del rey Felipe IV lo llevaba cuando Velázquez la pintase en el año 1653. Y la pintura y el estilo barroco del gran pintor español influenciarían en la manera en que los retratos femeninos fueron compuestos en aquellos años. Tanto lo sería que cuando la VII condesa de Monterrey quiso ser retratada en el año 1660 con esa falda, entonces tan a la moda, no fue difícil borrar el nombre del autor del retrato y decir desde entonces que el pintor había sido Velázquez. Parecía tanto una obra de Velázquez que alguien quiso que así lo fuese. Sin embargo, la había pintado un seguidor suyo, Juan Carreño de Miranda, nombre que algún desaprensivo borraría del lienzo para confundir o no admitir que alguien pudiera llegar a pintar algo tan bello y tan bien como el maestro más grande habido en todos los tiempos. Inés Francisca de Zúñiga había nacido en el año 1635 en una de las familias más nobles de España. Una tía suya, Inés de Zúñiga, había sido de joven tan hermosa como ella. Se casaría esta tía suya con el primer ministro más famoso del rey Felipe IV, el conde-duque de Olivares. Era tan hermosa la tía de Inés que hasta el propio rey se fascinaría de su belleza. Sin embargo, el único retrato de una belleza barroca tan fascinante lo fue el de su sobrina, Inés Francisca de Zúñiga, compuesto en el año 1660 por el pintor español Juan Carreño de Miranda.
Esta joven primorosa de belleza tan excelente habría de casarse en el año 1657 con el sobrino-nieto de aquel conde-duque de Olivares, esposo de la hermosa tía de Inés Francisca, Juan Domingo Méndez de Haro (1640-1717). Este noble español sería gobernador de los Países Bajos y defensor de Cataluña cuando los franceses, junto a algunos catalanes oportunistas, quisieron apoderarse de parte de España, sin éxito. Para cuando el pintor Juan Carreño de Miranda pintase a Inés Francisca de Zúñiga en el año 1660 ella tendría entonces unos veinticinco años y llevaba tres años de matrimonio. El pintor la compone entonces esplendorosa con su guardainfante tan decorado y tan grandioso. Pero, sin embargo, tiene el semblante tan opuesto a sus paralelos estéticos aquí comparados del Arte. Ahora no hay más que belleza exultante, desinhibida, brillante, pícara, expectante, en la obra barroca del retrato de Carreño. La flor más hermosa del barroco español del Arte por entonces. ¿Dónde estará el paralelismo estético? Tan sólo en la moda barroca deslumbrante, esa misma que el pintor Klimt pudiese componer siglos después modernistamente en una figura intrigante. Porque el retrato de Velázquez, a diferencia del de Carreño de Miranda, no descubriría ninguna belleza descarada ni sugerente, sino la más intrigante, oculta y misteriosa de todo el Arte clásico de entonces. Esa semblanza fue la que el pintor austríaco entendió que debería transmitir de su modelo berlinesa tan intrigante. Sin embargo, sí hay un paralelismo existencial entre ambos retratos tan distantes, algo que el Arte no descubrirá sino que sólo circunstancialmente ocultará, sin pintarlo, bajo los trazos decididos de cualquier alarde sugerente. La VII condesa de Monterrey fallecería, como la influyente Fritza berlinesa, siete años antes que su esposo sin dejar tampoco ninguna descendencia. Por eso su retrato es, tal vez, de una belleza extremada tan fascinante, porque fue realizado cuando la modelo aún brillaba, exultante, entre las inciertas moradas de su anhelada, confiada, excelsa y tan reverente juventud.
(Óleo Inés Francisca de Zúñiga, VII condesa de Monterrey, 1660, del pintor barroco español Juan Carreño de Miranda, Museo Lázaro Galdiano, Madrid; Óleo sobre lienzo Fritza Riedler, 1906, del pintor simbolista austríaco Gustav Klimt, Museo Alto Belvedere, Viena, Austria; Lienzo del pintor español Velázquez, La infanta María Teresa de España, 1653, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria.)
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