Publicado por Sudamericana.
Creíamos saberlo todo sobre el daño inconmensurable que el Estado terrorista de 1976-1983 causó a sus víctimas directas y a los familiares de esas víctimas directas. Imaginábamos un manto de piedad reparador sobre el corazón de cada deudo que por fin recupera los restos de su ser querido asesinado y enterrado décadas atrás en la clandestinidad. Subestimábamos la complejidad de los mecanismos que operan en la memoria de los seres humanos. Ignorábamos los antecedentes ochentosos de exhumación a manos de una Justicia sin herramientas -ni la voluntad suficiente- para devolverles la identidad a los masacrados convertidos en NN.
Una buena porción de argentinos creíamos, imaginábamos, subestimábamos, ignorábamos hasta que leímos Aparecida de Marta Dillon. Entonces, reconsideramos el alcance del terror (y de la reparación), la complejidad de la memoria, los baches de nuestra información. Nos metimos en la cabeza y en el corazón de la periodista, y pensamos/sentimos un reencuentro que duró tantos o más años que la desaparición.
Resulta tentador definir a Aparecida como un diario personal que la autora escribió entre dos momentos precisos: el anuncio en 2010 de la identificación de los restos de su madre asesinada, y la ceremonia de velatorio y sepelio en 2011. El problema es que ese género o categoría le queda corto/a a la expresión literaria de, no uno, sino tres duelos: duelo ante la ausencia posterior al secuestro; duelo ante la finitud de una búsqueda que se sospechaba eterna; duelo ante la muerte confirmada, anunciada, oficializada.
Marta Angélica Taboada muere y (re)vive tantas veces como su hija la evoca en recuerdos, fantasías, reflexiones, sueños, y a través de fotos, alguna filmación casera, documentación oficial, anotaciones personales, conversaciones familiares. La aparición de sus “huesitos” refuerza la necesidad de devolverle existencia a partir del repaso histórico (en especial de los meses, semanas, días previos a la desaparición) y un ejercicio de vinculación con el presente (además de la madre, militante, compañera que fue, ahora también es abuela, bisabuela, suegra, viuda).
Frente a mí hay una foto de mi mamá conmigo. Estamos tendidas sobre la arena, apenas se ve la espuma del mar en un ángulo. Ella tiene la cara tapada por el pelo, a mí sólo se me ve la nuca y su mano enredada en mis rulos. No sé cuántos años puedo tener en la foto, puedo decir que su codo se apoya justo en el nacimiento de mi espalda y sus dedos se pierden en mi pelo. ¿Qué edad hay que tener para que el antebrazo de tu madre tenga la exacta medida de tu torso?”.
Crónica, poesía, ensayo se conjugan en un texto que supera ampliamente la dimensión autorreferencial porque se concentra en la madre desaparecida y recuperada, y porque interpela al lector con preguntas como la que figura al final del párrafo citado. También porque reconoce la importancia del otro (integrantes del Equipo Argentino de Antropología Forense, compañeros de militancia, familiares, amigos) en el proceso de búsqueda, hallazgo, identificación, restitución. De esta manera, la experiencia personal se convierte en colectiva.
Además del ejercicio de ombliguismo cada vez más frecuente en nuestra cultura selfie, Dillon evita los lugares comunes sobre el amor materno/filial, sobre la ausencia, sobre la memoria, sobre la muerte, sobre la “tenacidad de los huesos”. El siguiente párrafo ilustra que la autora también le escapa a la prosa solemne.
Así se anda en la reconstrucción de la zona desaparecida: como en un juego de la oca se avanza unos casilleros y se retocede otros tantos. Cuando el deseo de saber urge, el dado impulsa hacia adelante. Un breve éxito es suficiente. Después volverá el silencio, la vida cotidiana, los años que pasan”.
“A nosotras nos parieron nuestros hijos” dijo Hebe de Bonafini alguna vez cuando le preguntaron por el origen de las Madres de Plaza de Mayo. Sin dudas, Marta Dillon hizo lo propio con su madre: empezó a gestarla al poco tiempo de haberla perdido a manos del Estado terrorista y la parió 34 años después, cuando pudo despedirla. Luego fue el turno de un segundo alumbramiento: la hermosa criatura se llama Aparecida.