Por Dani Arrébola
Un caramelito de menta fresca y con sabor a Woody Allen
La francesa Sophie Lellouche se estrena en esto del largometraje marcándose y marcándole todo un homenaje al que (suponemos) es su inspiración divina en esto del cine: Woody Allen. En efecto, la cinta que además de dirigir, escribe Lellouche, cuenta con la sombra colaborativa del mito octogenario con el objetivo de otorgar, además de un plus en forma de turbo solícito en la cartelera, unos buenos kilogramos de caché, que ya es mucho hoy en día. Y la realizadora francesa, como no podía ser de otra manera, se presenta en sociedad con París-Manhattan, título de ADN alleniano en un filme que se mueve en el género donde más y mejor hemos disfrutado con el maestro, que no es otro que la comedia romántica.
La historia es sencillita, o si más no lo parece. Alice Taglioni interpreta a una farmacéutica joven, soltera y de buen ver que vive obsesionada con Woody Allen. La rutina de Alice -que además de ser un nombre muy de homenaje al genio neoyorquino, es también también el nombre del personaje de Taglioni- se ve envuelta en recetar a sus pacientes películas del maestro para curarle de sus males y de dialogar con éste a través del póster que cuelga en la pared de su habitación. Pero la cosa empezará a cambiar y sus dudas sentimentales aumentarán en el momento en que aparece en su vida Victor (Patrick Bruel) un fabricante de alarmas.A pesar de que el trabajo de Lellouche no pasará -ni por asomo- a la historia de las comedias románticas, la película desprende un encanto del que es difícil despegarse. A sus divertidas, dinámicas y creíbles actuaciones capitaneadas por Taglioni y Bruel, se suma un guión nada denso, que sabe hablar -más o menos- de lo que tiene que hablar, y que es capaz de esquivar los posibles pozos del aburrimiento en los que podía caer, y sortear las minas de la chirriante pretenciosidad siempre amenazante en comedias de este calibre tan naíf. Probablemente, los vagos auspicios talentosos de Lellouche, los encontremos más en la seda que va tejiendo en el guión que en la vacuidad de su dirección.
¿Y Woody Allen qué pinta al final? Pues se hace de rogar, pero aparece. Y cuando él aparece nos saca una sonrisa de bobalicones a todos los que ocupamos las butacas. Y la efímera aparición del maestro Woody le da a la película esa guinda suficiente para llegar al saborcillo del aprobado. Da igual lo poco que le dé tiempo a soltar en pantalla: sus ojos siguen siendo el de un genio inigualable e irrepetible que, el día que se apaguen -y ojalá ese día tarde mucho en llegar- los echaremos de menos con la misma fuerza con que un ibérico en Mongolia pueda echar de menos al jamón serrano.Por lo mencionado en el párrafo anterior y por configurarse como un caramelito de menta fresca en medio de una atiborrada cartelera de noviembre, Paris-Manhattan es recomendable no sólo a los nostálgicos amantes de la comedia del maestro, sino también a todo el resto de público que dificilmente sentirá haber perdido 77 minutos en una sala.
Puntuación Ránking Apetece Cine: 5,0