El miércoles, antes de la hora de comer, dejamos el Camping Bielsa, donde, como cada año, hemos pasado una semana de vacaciones. A mi hijo Albert le encanta, como me encantaba a mí a su edad (y me sigue encantando), pasar todo el tiempo al aire libre, sin más preocupación que divertirse y, de vez en cuando, atender a las interrupciones (innecesarias desde su punto de vista) del pesado de su padre: «Albert, a comer»; «Albert, a la ducha»; «Albert, vamos a comprar al pueblo»; «Albert, a dormir».
A sus nueve años, esta semana me ha recordado más que nunca a cuando en mi infancia, en la acampada libre del Valle de Pineta, yo prácticamente sólo veía a mis padres durante las comidas y en la tienda de campaña, aquella canadiense azul marino inolvidable, donde dormíamos cuatro. Bueno, también hacíamos bastantes excursiones; y ahora yo intento que a mi hijo le motive tanto como me motivaba a mí descubrir nuevos rincones en ese paraíso que es el Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido.
Pero el caso es que a él le motiva mucho más pasarse el día jugando con sus amigos. Cada verano hace unos cuantos, y durante los días que pasamos en el camping se diría que se conocen de toda la vida. Cuando se acaban las vacaciones, con el paso de las semanas, esas amistades tan intensas, como lo son los días de verano al aire libre, el sol y las tormentas, acaban diluyéndose; su lugar lo ocupan los amigos del día a día, que durante la pausa estival habían dado un paso al lado.
Este año, sin embargo, Albert ha hecho un amigo, Dani, que tengo la impresión de que no se le va a olvidar tan pronto. Cuando digo que me ha recordado más que nunca a mí a su edad, es porque ya no necesita «ir de la mano» de su padre. Durante estos días, en no pocas ocasiones me he sentido casi como un estorbo para él, y, al pensarlo, y al recordar qué hacía yo a su edad, se me dibujaba una sonrisilla. «Se está haciendo mayor», era mi conclusión. Lo veía ir de aquí para allá, tan desenvuelto, con su pandilla, chavales y chavalas de diferentes edades (muy majos todos); jugar a todo lo imaginable durante horas; desaparecer sin echarme de menos ni necesitarme para apenas nada. Y después de cenar me decía, como si fuera lo más normal del mundo, «me voy a ver las estrellas». Efectivamente, iban en grupo a tumbarse en una zona poco iluminada, a disfrutar del maravilloso espectáculo que es el cielo nocturno del Pirineo Aragonés, y a contarse chistes e historias.
Como hacía yo, con mi hermano, mis primos y los amigos del verano de Pineta.
El martes por la noche estaba triste porque no iba a ver más a su amigo Dani, y su amigo Dani estaba incluso más triste que él. El miércoles por la mañana siguieron jugando mientras yo desmontaba la tienda y recogía, y, cuando llegó la hora de despedirnos, se hicieron una foto de esas que se recuerdan toda la vida, como recuerdo yo las que me hice con mis amigos de Pineta, y se dieron un abrazo precioso.
El consuelo que les queda es que hoy en día existe Whatsapp y que, si todo va bien, el año que viene volverán a coincidir, pues para la familia de Dani, como para nosotros, la cita veraniega con Bielsa es ineludible.
En la pradera de Pineta, en junio de 2014.¿Por qué estoy escribiendo sobre mi hijo y su nuevo amigo? Pues porque hoy, jueves 16 de agosto, se cumplen cien años de la declaración del Parque Nacional de Ordesa, ampliado en 1982 con la inclusión del macizo de Monte Perdido y los sectores de Pineta, Añisclo y Escuaín. He pensado que en vez de escribir otro post sobre las maravillas naturales de este paraíso, al que he homenajeado con frecuencia, y al que, de hecho, dediqué mi primera novela, El viaje de Pau, sería bonito relacionar la efeméride con la huella que los veranos disfrutados entre esas montañas, bosques y ríos han dejado en mí y están dejando en Albert.
Las escenas de mi infancia y adolescencia en el Valle de Pineta se mantienen muy vivas en mi memoria, y al ver estos días a mi hijo comportarse de una manera tan parecida a como lo hacía yo (a como, de hecho, lo hacen —o deberían hacer— todos los niños), esos recuerdos se han intensificado.
Más de veinte años han pasado de este “paseo” por los heleros camino de Marboré. Familia y amigos veraniegos, en la acampada de Pineta, a finales de los 80. Primos y amigos de Pineta, debía ser 1989 o 1990. Primos y amigos, en el Balcón de Pineta, a principios de los 90.Me acuerdo de Ihalar, Irantzu y Aitziber, con quienes coincidimos un par de veranos. Pasábamos juntos todo el día; las pocas palabras que sé de euskera me las enseñaron ellos. Nos carteamos durante un tiempo. Me acuerdo de Óscar y su hermana; del grupo tronchante que formamos junto a tres familias de Zaragoza, Sabadell y Mataró el primer año que subieron mis primos. Cómo nos reíamos contando chistes alrededor de la hoguera nocturna. Y, por supuesto, me acuerdo de los maños, el grupo de familias que, durante julio y agosto, ocupaba el fondo de la pradera de Pineta. Entre ellos, hicimos una amistad especial con Montse y Cristina, con quien me carteé durante varios años.
Qué veranos. No los cambiaría por nada. Esas semanas de acampada en el lugar que para mí siempre será el más bonito del mundo, aprendiendo a amar la naturaleza y a ser consciente de que para ser feliz lo único realmente importante es saber disfrutar de las cosas más básicas, esas que, de tan evidentes ni las vemos; esas semanas de vida al aire libre, con el cielo, las nubes y las estrellas por techo; las murallas increíbles del circo de Pineta por paredes; y la hierba, las flores y el agua helada del río Cinca por suelo, han cumplido un papel decisivo en la configuración de la persona que soy; también esas inolvidables amistades veraniegas. Y aunque Albert no pueda disfrutar como yo lo hice de la pradera de Pineta (hace años que se prohibió la acampada), mi deseo es que las experiencias que va acumulando cada verano, recorriendo los mismos paisajes de mi infancia y desarrollando su independencia en un entorno inmejorable, también dejen en él un poso inolvidable.
Gracias, Bielsa; gracias, Pineta. Feliz centenario, Ordesa y Monte Perdido.
Por cierto, con motivo del primer siglo de existencia del Parque Nacional, La 2 de Televisión Española estrenó ayer el documental Ordesa y Monte Perdido, un siglo de Parque Nacional, coproducido por Dondevanlasnubes y Aragón TV. Lo podéis ver en este enlace. Os encantará.
El Valle de Pineta, coronado por el macizo de Monte Perdido.