Revista Jurídico

Partidos políticos y militantes: una extraña relación

Por Gerardo Pérez Sánchez @gerardo_perez_s

Partidos políticos y militantes: una extraña relaciónRecientemente se ha dado a conocer la noticia de la expulsión del PSOE de Nicolás Redondo Terreros,  justificando la formación política tal decisión por su “reiterado menosprecio” al partido. El afectado fue Secretario General del Partido Socialista de Euskadi entre 1997 y 2002, además de diputado en las Cortes Generales y candidato socialista a la presidencia del Gobierno Vasco. El distanciamiento entre las tesis del citado militante y la actual dirección del PSOE ya venía siendo evidente, produciéndose el último desencuentro a raíz de sus manifestaciones públicas y notorias en contra de la ley de amnistía reclamada por “Junts per Catalunya” y “ERC” para apoyar la investidura de Pedro Sánchez como Presidente del Gobierno. Así las cosas, procede llevar a cabo un análisis seguido de reflexión, tanto sobre la relación existente entre la militancia y los cargos públicos y organizativos de las formaciones políticas, como entre la libertad ideológica y de expresión de sus miembros y la disciplina que les pretenden imponer desde los partidos.

Sin entrar a valorar si cabe comparar los partidos políticos con el resto de asociaciones privadas o, por el contrario, a tenor de la indiscutible función pública que desempeñan los primeros, constituyen un tipo asociativo diferente, lo que sí parece aceptable es que cuenten con algún procedimiento sancionador que concluya en expulsión, como sucede en estructuras asociativas privadas. En cualquier caso, se ha de exigir la tramitación de un procedimiento garantista en el que el afectado disponga de un trámite de alegaciones o de defensa, y donde se concrete la imputación de una previa conducta prevista en la norma como sancionable, que podrá terminar (o no) en expulsión.

No obstante, más allá de la existencia o no de tal procedimiento sancionador previo (Nicolás Redondo Terreros ha manifestado en prensa que no le han notificado la apertura de ningún procedimiento de expulsión), existiría la cuestión de si un militante o cargo público puede discrepar públicamente de los postulados y decisiones tomadas por los dirigentes de su partido. Esta relación entre la libertad de expresión y de pensamiento del militante con la disciplina de la organización a la que pertenece es la que genera más dudas.

Nuestro Tribunal Constitucional ha reiterado en numerosas sentencias que la libertad de expresión comprende, junto a la mera expresión de juicios de valor, «la crítica de la conducta de otros, aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática» (entre otras muchas, la STC 23/2010). Así, en el marco amplio que se otorga a la libertad de expresión, quedan amparadas aquellas manifestaciones que, aunque afecten al honor ajeno, se revelen como necesarias para la «exposición de ideas u opiniones de interés público» (STC 181/2006).

Analizando la cuestión desde una perspectiva general (no pretendo examinar exclusivamente el caso de Nicolás Redondo Terreros), en la sentencia del TC 226/2016 (que precisamente analizaba una sanción impuesta por el PSOE a uno de sus militantes), se estableció que «un partido político puede reaccionar utilizando la potestad disciplinaria de que dispone según sus estatutos y normas internas, frente a un ejercicio de la libertad de expresión de un afiliado que resulte gravemente lesivo para su imagen pública o para los lazos de cohesión interna que vertebran toda organización humana y de los que depende su viabilidad como asociación y, por tanto, la consecución de sus fines asociativos. Quienes ingresan en una asociación han de conocer que su pertenencia les impone una mínima exigencia de lealtad. Ahora bien, el tipo y la intensidad de las obligaciones que dimanen de la relación voluntariamente establecida vendrán caracterizados por la naturaleza específica de cada asociación. En el supuesto concreto de los partidos políticos ha de entenderse que los afiliados asumen el deber de preservar la imagen pública de la formación política a la que pertenecen, y de colaboración positiva para favorecer su adecuado funcionamiento. En consecuencia, determinadas actuaciones o comportamientos (como, por ejemplo, pedir públicamente el voto para otro partido político) que resultan claramente incompatibles con los principios y los fines de la organización, pueden acarrear lógicamente una sanción disciplinaria incluso de expulsión, aunque tales actuaciones sean plenamente lícitas y admisibles de acuerdo con el ordenamiento jurídico general.

En cuanto al ámbito de la libertad de expresión, la exigencia de colaboración leal se traduce igualmente en una obligación de contención en las manifestaciones públicas incluso para los afiliados que no tengan responsabilidades públicas, tanto en las manifestaciones que versen sobre la línea política o el funcionamiento interno del partido como en las que se refieran a aspectos de la política general en lo que puedan implicar a intereses del propio partido. De la misma forma que la amplia libertad individual de que goza cualquier persona se entiende voluntariamente constreñida desde el momento en que ingresa en una asociación de naturaleza política (…), el ejercicio de la libertad de expresión de quien ingresa en un partido político debe también conjugarse con la necesaria colaboración leal con él. Lo cual no excluye la manifestación de opiniones que promuevan un debate público de interés general, ni la crítica de las decisiones de los órganos de dirección del partido que se consideren desacertadas, siempre que se formulen de modo que no perjudiquen gravemente la facultad de auto-organización del partido, su imagen asociativa o los fines que le son propios».

Esta postura del Tribunal Constitucional configura una frontera difusa, imposible de delimitar con cierta seguridad. Determinar cuándo hablamos de críticas a las decisiones del partido formuladas de “modo que no perjudiquen gravemente la facultad de auto-organización del partido y su imagen asociativa”, y cuándo de “deslealtad y de resultado gravemente lesivo” para la formación política, supone un ejercicio valorativo eminentemente subjetivo que no nos ayuda a resolver la cuestión planteada.

Pero, además, en buena parte de estos casos, existe una absoluta confusión entre lo que se entiende por lealtad al partido político y lealtad a su líder, realidades no completamente coincidentes. Se suele atribuir al icono absolutista Luis XIV la frase “El Estado soy yo”. Más allá de si la expresión es apócrifa o no, refleja una idea muy alejada de los principios y valores constitucionalistas.

A título personal, discrepo de esta opinión del Tribunal. La decisión final supone una excepción que anula “de facto” la doctrina general sobre la libertad de expresión que previamente se proclama. No puede de forma coherente afirmarse que la libertad de expresión ampara la “crítica de la conducta de otros, aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática” para, a continuación, constreñir esa libertad y evitar esas molestias y disgustos a una estructura asociativa. Si en la balanza se colocan, por un lado, los objetivos, estrategias y potestades de un partido político y, por otro, el derecho fundamental a la libertad de expresión del individuo, dicha balanza debe decantarse del lado del ciudadano titular del derecho, siempre que dichas expresiones no contengan descalificaciones gratuitas e innecesarias para trasladar y difundir la concreta opinión que quiere expresarse y estemos hablando de la intención de fomentar un debate sobre un tema de evidente interés público.

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