Revista Cultura y Ocio

Pasado y presente de Nueva Tabarca: algunos visitantes contemporáneos

Por Armando_p
Artículo de EMILIO SOLER PASCUAL 
Universidad de Alicante 
Publicado en «Nueva Tabarca, un desafío multidisciplinar» (2014) Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert(Fotografías e ilustraciones escogidas y añadidas por «La Foguera de Tabarca»)
Pasado y presente de Nueva Tabarca: algunos visitantes contemporáneos
A finales de la centuria ilustrada, los sueños tan utópicos como interesados del ingeniero militar Fernando Méndez con respecto a la isla de Tabarca se desmoronaron por completo. La monarquía española había firmado un tratado con Argel por el que se aseguraba la protección de sus costas de ataques imprevistos y el gobierno español dio un giro importante al proyecto tabarquino que, de la mano de Méndez, había pasado de formularse originariamente como una barrera defensiva orientada a mar abierto a convertirse, según sus deseos, en un importante dispositivo militar. Si a partir del siglo XVI la costa levantina se había poblado de torres y atalayas, «construidas a manera de puestos de vigía contra los piratas africanos», tal y como señalaba en el siglo XIX el viajero inglés Richard Ford, el proyecto defensivo de Nueva Tabarca se hubiera convertido, de seguir adelante los proyectos de la monarquía de Carlos III, en la perla de esa corona semicircular defensiva que bordeaba el litoral alicantino.
Méndez había pensado en convertir la isla «en un fuerte avanzado en la mar» capaz de defender la ciudad de Alicante de los ataques de los corsarios berberiscos, pero el proyecto urbanizador, y no tan solo el militar, debería reconducirse hacia otro de características distintas más acorde con el giro político del gobierno español. Unas discrepancias manifestadas una y otra vez por el gobernador de Alicante, Conde de Baillencourt a sus superiores en Madrid criticando el excesivo desarrollo castrense que Méndez pensaba otorgar a Nueva Tabarca.
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Y todo esto independientemente que el proyecto del ingeniero Méndez hubiera obtenido en su momento el plácet, a pesar de las severas advertencias que en su día recibió, entre ellas del científico y marino alicantino Jorge Juan y Santacilia quien, ya en 1770, no solamente criticó su programa militar por desmesurado, sino que llegó a calificar a Fernando Méndez de persona que carecía de la formación necesaria para entender que una ciudad debía ceñirse a las necesidades de la población y no al contrario, señalando importantes carencias para los habitantes como era, y no la menor, la falta en la isla de agua potable y de leña. El problema que se presentaba a la población tabarquina, ante la falta del líquido elemento, hizo que las autoridades mandaran excavar un pozo muy profundo cerca de la puerta de San Miguel. Los sondeos esperaban encontrar agua dulce que solventara el problema de abastecimiento, tan imprescindible para la población, pero pronto se abandonaron las prospecciones ya que el agua del mar se filtraba en las conducciones y el líquido resultante era completamente salobre. Méndez, ante ese problema, proyectó la construcción de una serie de aljibes, tanto en el casco urbano como fuera de él, para recoger la lluvia, escasa e irregular, cuando cayera sobre las terrazas de las viviendas y trasladarlas a esos depósitos. El número inicial fue de siete cisternas con la posibilidad de ir ampliándolas conforme fuera aumentando la población. Cada una de ellas tenía capacidad para albergar unos 50 ó 60.000 cántaros. La realidad mostraría que los aljibes debían ser llenados periódicamente con agua transportada desde tierra firme, con el gasto y el esfuerzo que semejante tarea ocasionaba.
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De otro lado, y siguiendo con la imposibilidad real de seguir con el proyecto de Méndez, los costosos gastos dedicados a la construcción de una ciudad amurallada habían llegado a su fin dada la maltrecha situación de la Hacienda hispana y hacían imposible, al mismo tiempo, la creación de estructuras industriales para el mantenimiento de los habitantes de Nueva Tabarca. Unas estructuras imprescindibles para el buen funcionamiento de la economía de una isla que, por las características de su terreno, era impracticable para usos agrícolas que, al menos, pudieran abastecer las necesidades de la población.
Las condiciones de habitabilidad isleña con la que se encontraron en 1770 los casi cuatrocientos genoveses (algunos autores mantienen diferencias en cuanto al número originario de colonos) rescatados por el soberano español Carlos III, antiguos habitantes de la isla tunecina de Tabarka, resultaban sensiblemente diferentes a la que se hallaron parte de sus compatriotas, los mismos que unas décadas atrás habían sido trasladados, con los mismos objetivos que en Nueva Tabarca, a las costas sardas. Al contrario que en la isla alicantina, las poblaciones hermanas de Carloforte, en homenaje al monarca sardo Carlos III «el Fuerte» y Calasetta, en Cerdeña no pararon de crecer en cuanto a su población debido, según Fiorenzo Toso, a la existencia de fuertes vínculos entre los colonos sardos y las continuas aportaciones que se recibían de la cercana Liguria. Las cifras son elocuentes: los 515 habitantes de Carloforte en 1738 pasan a 3215 en 1844 y a 7817 en 1931. Algo similar sucede en Calasetta: los 138 habitantes de 1772 pasan a 498 en 1848 y a 1457 en 1901, siempre según los datos aportados por Fiorenzo Toso.
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Al mismo tiempo, los más afortunados tabarquinos de Carloforte y Calasetta fueron dotados por las autoridades borbónicas con un programa de reconversión económica concebido y llevado adelante con determinación por las autoridades competentes. Al contrario de lo que sucedió con los colonos alicantinos que fueron, prácticamente, abandonados a su suerte, perdiendo, incluso, sus raíces lingüísticas, tal y como se percató Joan Fuster cuando visitó la isla a comienzos de los años sesenta del siglo XX: «No sé si los pobladores actuales de Nueva Tabarca son descendientes de los genoveses redimidos: si lo son, no conservan el menor rastro de tal procedencia. Ellos, por otra parte, no designan a su isla con ningún nombre propio: la llaman l'illa, simplemente (...) Los isleños que quedan son gente taciturna y reservada».
Lo que no sucedió con el idioma de aquellos primitivos 86 tabarquinos que desembarcaron en la isla sarda y deshabitada de San Pietro en el mes de enero de 1738, a los que siguieron varios centenares más tres meses después, que sí fueron capaces de conservar sus características culturales y etnográficas, continuando en años posteriores la expansión de los antiguos cautivos genoveses por la isla. En San Pietro, además de distribuir entre los nuevos colonos el terreno cultivable, se establecieron las bases de una incipiente industrialización, siquiera pesquera, de la isla. Lo que no era poco.
González Arpide señala con razón que las diferencias lingüístico-culturales entre los tabarquinos sardos de San Pedro y los españoles de Nueva Tabarca vienen marcadas, muy especialmente, por dos razones: la primera es que los carlofortinos salieron de Tabarca antes de ser invadida y no sufrieron cautiverio, lo que permitió la conservación de sus primitivos caracteres autóctonos; el segundo factor es que un pequeño grupo de colonos de la Liguria italiana fueron a instalarse a Carloforte, reforzando sus raíces comunes. Mientras que el aislamiento más total se enseñoreó de los tabarquinos alicantinos que, pronto, asumieron el idioma y costumbres de sus vecinos en la costa santapolera.
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Se puede afirmar que las tres grandes condiciones esgrimidas en el siglo XVIII para la creación de nuevos grupos poblacionales se habían extinguido en muy pocos años, sin prácticamente llegar a nacer a finales de la centuria ilustrada: Nueva Tabarca había perdido el interés político, su valor estratégico para la defensa del territorio se había difuminado y a nivel económico la imposibilidad de inversiones en aquel paraje agreste y asolado por los vientos marinos hacía irrealizable el deseo de que la población importada desde las costas tunecinas aportara nuevos ingresos fiscales al erario hispano. Así pues, con un nutrido grupo poblacional ya establecido en la isla, las autoridades españolas dieron un giro de ciento ochenta grados a las primitivas ideas que habían llevado a establecer una colonia en aquella isla desolada y desierta y, en la práctica, se desentendieron de los colonos.
Parece evidente que los tabarquinos se vieron defraudados totalmente por una administración española que, poco a poco, se fue olvidando del destino de aquellos antiguos cautivos tunecinos y que ahora volvían a encontrarse semi-prisioneros por la corona española. Testimonios sobre sus quejas no faltan, y no tan solo en las lamentaciones expresadas por los tabarquinos a los viajeros, españoles y foráneos, que les visitaron al poco de haberse establecido allí. Richard Twiss, viajero incansable por la Europa del XVIII, visita la isla durante su trayecto por España. Su testimonio es bien elocuente referente a las condiciones de habitabilidad de Tabarca («tiene tres millas de perímetro y es tan árida que no hay árboles en ella, ni una gota de agua excepto la que se trae del continente») como de la penosa situación a la que se ven sometidos sus habitantes tan solo poco más de dos años después de haber sido trasladados:
Los habitantes dicen que en la actualidad están en una situación más penosa que cuando se encontraban en cautividad ya que no se les permite desembarcar en el continente y a menudo están angustiados por las provisiones y el agua, cuando el tiempo está revuelto y no permite a los barcos llegar hasta la isla.
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Por si acaso pudiera pensarse que esta descripción de un visitante británico pudiera estar mediatizada por los continuos enfrentamientos políticos y militares que Gran Bretaña y España sostuvieron en esa centuria, también un viajero valenciano, Francisco Pérez Bayer, en su Diario del viaje arqueológico emprendido en 1782, al pasar expresamente por Nueva Tabarca recoge los lamentos de sus pobladores de una forma que no deja lugar a engaños, especialmente porque Pérez Bayer no resultaba sospechoso de albergar animadversión a la Corona al ser catedrático de hebreo en las universidades de Valencia y Salamanca, miembro de la Comisión de Archivos, canónigo de Barcelona, Toledo y Valencia, preceptor de los infantes reales y bibliotecario mayor de la Biblioteca Real. Pérez Bayer escribe que doce años después del poblamiento, la ciudadanía ha quedado reducida «a solas veinte familias tabarquinas de más de ochenta que fueron las de sus primeros pobladores o colonos». Las causas dadas por el ilustrado valenciano quedan, también, como en el caso del británicoTwiss, meridianas:
Causónos a todos gran compasión el estado de aquellas miserables gentes, faltas enteramente de agua, leña y de todo lo necesario para la vida humana, sin pan, sin vino y sin medios para adquirirlo, y aun teniéndolos, sin arbitrios para comprarlo si no viene el barco de Alicante que diariamente les provee; y en ocasiones suele faltar o retardarse por los vientos contrarios, lo que, si sucede, se ven en grandes apuros porque no hay repuesto.
La desesperación de los habitantes de Nueva Tabarca queda perfectamente reflejada en el escrito rescatado del Archivo de Simancas por el profesor Giménez López en el que «tutto il povero Popolo della Tabarca» dirige una desgarradora, todavía escrita en italiano, al gobernador de Alicante, Conde de Baillencourt donde se recoge la enorme calamidad que les aflige
ya que no podemos vivir de ninguna manera en este destierro para nosotros pobres, más bien se puede decir, con justa forma, un infierno, y gobernados por el odio y la mala voluntad por lamentarnos del miserable lugar y las miserias...
Aumentada, además, su desgracia por haber sufrido una fuerte represión del ejército español al atreverse a trasladar al gobernador de la isla Fernando Méndez, sus innumerables quejas:
Lleváis cuatro años engañándonos con tantas buenas promesas, y habéis engañado a su majestad con tanto dinero gastado malamente en un pésimo lugar.
La represión ordenada por Méndez culminó, según el escrito de todos los tabarquinos, con «seis presos a las cárceles de Alicante, atados como ladrones».
El escrito, que no obtuvo respuesta positiva, terminaba de forma harto elocuente:
Por tanto justicia pedimos todo el pueblo de Tabarca a Dios, a Su Majestad, a Su Excelencia como nuestro pío abogado, y a toda la Corte Real pedimos libertad y libertad; y que luego Dios y la María Santísima le pagará copiosamente la caridad en esta vida y luego en la gloria eterna, amén. En esta Nueva Tabarca, día 12 de enero de 1775, todo el pobre pueblo tabarquino.
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Tres años más tarde, el corregidor y gobernador de Alicante en sustitución de Baillancourt tras la muerte de este, Jorge Dunant, escribe al Conde de Riela, Secretario de Estado de Guerra, notificándoles la falta de recursos económicos para solventar el grave problema que aquejaba a los habitantes de Tabarca a pesar de haberse interesado personalmente en los graves problemas que aquejaban a su población:
Me ha sido preciso extraer de estas Arcas de Pósito en dos ocasiones contra las facultades que me asisten como a Corregidor, con oposición y protesta de los regidores del Ayuntamiento de esta ciudad, la cantidad de 4.000 pesos para no dar lugar al abandono que, por falta de medios, me era preciso tolerar de aquellos colonos...
La suerte, la mala suerte, para los tabarquinos estaba echada. ¿Qué iba a ser de ellos una vez que el primitivo —y utópico— proyecto fuera en gran parte olvidado y ellos abandonados a su suerte? En 1782 a la muerte de Fernando Méndez, el ingeniero militar Baltasar Ricaud redactaría un elaborado informe en el que se detallaban las fortificaciones del lugar así como las graves dificultades que existían para el normal desenvolvimiento de sus habitantes, «insubsistencia de la población», aunque se decantara finalmente por no desarbolar el lugar y mantenerlo como plaza fuerte al haberse conseguido dos de los objetivos prioritarios para su fundación: evitar que los piratas de Berbería estableciesen en la Isla Plana de Tabarca una base para sus correrías mediterráneas y haber expulsado a los contrabandistas que operaban desde allí por todo el litoral alicantino.
González Arpide afirma que la situación en la isla era insostenible y se aconsejaba enviar a los jóvenes ociosos a la armada, a los ancianos, niños y niñas, a los hospicios de Valencia, Orihuela y Alicante. Parece evidente que la desdicha de la población no iba a mejorar ya que en los años siguientes la población tabarquina escapaba y volvía a Túnez o a otros lugares más próximos. Lo que sí es mensurable es que en 1787, cuando se elabora el llamado censo de Floridablanca, la isla registra una población de ciento diez personas: dos tercios de la población originaria se había volatilizado en tan solo diecisiete años.
En 1789, como nos recuerda Pérez Burgos, la Junta Suprema de Estado se replantea el futuro de la población tabarquina. Nuevamente otro informe de un ingeniero militar, Antonio Ladrón de Guevara, piensa en la destrucción de las instalaciones militares y el abandono de la población al ser inviable su mantenimiento. La idea era que quedase tan solo una torre defensiva que protegiese el litoral de las amenazas foráneas, evitando los cuantiosos gastos que suponía el mantenimiento de una importante población militar y civil. Esta nueva teoría da lugar al levantamiento de la actual Torre de Sant Josep, ubicada en el territorio denominado como el Campo de la isla. Rafael Viravéns Pastor que consultó los escritos sobre Tabarca de Bendicho, Maltés y López o Jover, la describe en 1876 de esta forma:
Este fuerte es un castillo de piedra que consta de tres pisos, en donde hay un patio y habitaciones para cárcel y alojamiento de tropa: a él se sube por una escalera de cantería interceptada por un puente levadizo; sobre la puerta de entrada aparecen los escudos de las Armas Reales.
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Cuando en 1810, en plena Guerra de la Independencia, la isla pasa a formar parte del término municipal de Alicante abandonando el de Elche, Tabarca recibe una ingente cantidad de prisioneros franceses que son motivo de graves conflictos con los habituales residentes ya que no existía, ni por asomo, la infraestructura necesaria para darles cabida en tan escaso territorio. Poco a poco, como suelen hacerse las cosas en España, el Estado va perdiendo totalmente el interés por Tabarca e, incluso, Fernando VII, ya en 1828, dispone que los edificios de la isla, claramente deteriorados, pasen a propiedad de la población isleña, lo que aumentó todavía más su penosa situación porque los empobrecidos lugareños no podían costear esos arreglos de mantenimiento. El broche final a la decadencia del proyecto utópico de Tabarca se consigue en 1850, tras la pérdida de su condición de plaza fuerte y la salida del último gobernador militar de la isla aunque otro ingeniero militar, Tomás de Enguídanos, consiguió evitar el abandono total de las instalaciones al realizar un informe sobre la conveniencia de conservar las fortificaciones de la isla en lugar de demolerlas, a pesar de que
Aquellos primitivos moradores no pudieron subsistir en la isla muchos años, a causa de su esterilidad, y en el día han quedado reducidos a veinte y tantas familias de marineros...

Algunos visitantes en Nueva Tabarca. Siglo XIX
Francisco de Paula Mellado, célebre escritor fallecido hacia 1870, editor madrileño e impulsor de proyectos culturales que no siempre acabaron bien, asegura en su obra Recuerdos de un viage por España, publicada entre 1849 y 1851, que en sus andanzas por tierras alicantinas él estuvo visitando la isla tabarquina, aunque en su relato no aporta ninguna opinión personal sobre lo que allí se encuentra, pareciendo más una mera descripción de lo ya narrado una y mil veces por otros viajeros que aseguraron haber parado en la isla:
Compónese de cien casas distribuidas en una plaza y ocho calles ó callejas, y tiene una parroquia con el nombre de San Pablo, que es también el de un extenso castillo que la defiende. Hay un gobernador militar, una corta guarnición, un alcalde pedáneo dependiente del ayuntamiento de Alicante, y quinientos habitantes.
Las cifras de Mellado son idénticas, así como sus valoraciones, a las descritas por Pascual Madoz en su obra Diccionario geográfico-estadístico-histórico en cuanto referencia a la población y características de la isla y su población a mediados del siglo XIX. No obstante, el informe del magistrado Madoz, que más tarde presidiría las Cortes Constituyentes de 1855 y desempeñaría el Ministerio de Hacienda poco después, personaje que tampoco estuvo en la isla y se contentó con recibir los informes necesarios desde la capital alicantina, sí abunda en forma interesante sobre los problemas que acarrea a la navegación la situación del puerto tabarquino y los escollos que siembran la orografía marítima isleña: «El abra que hay entre esta y el cabo Falcon le cierra un arrecife que no franquea paso sino es para barcos pescadores». O esta otra,
Algunas cartas suprimen este escollo donde existe, y le ponen donde no le hay, entre la isla y el cabo de Santa Pola; por esto creen preferible el pasar por fuera de la isla que por entre ella u la costa, cuando más de una vez se han perdido...
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Apunta también Pascual Madoz que el uso de la torre de Sant Josep ha quedado reducido a prisión: «sirve de cárcel una torre situada a 300 varas de distancia de la ciudad», una prisión acostumbrada a las ejecuciones, tal y como señala el cronista de Alicante Enrique Cerdán Tato:
En la madrugada del once de noviembre de 1838, diecinueve sargentos carlistas, presos en el depósito de la isla de Tabarca, fueron fusilados sobre un fondo de nubes violáceas. Era la represión ordenada por el gobernador militar, Francisco Pérez Meca, después de declarar la plaza de Alicante en estado de sitio, por las actuaciones del general carlista Ramón Cabrera que, a su vez, había mandado fusilar a noventa y seis individuos de la misma clase.
Nicasio Camilo Jover, cronista alicantino, recuerda que el comandante general de Alicante, Francisco Pérez Meca,
cumpliendo las órdenes de la Junta de Salvación y Defensa del Reino de Valencia, nombró en Alicante una Junta de Represalias que ordenó fusilar a estos diecinueve prisioneros carlistas que se hallaban en la isla.
El escritor alicantino José Pastor de la Roca, tras realizar una breve historia de la isla y su poblamiento, nos deja en 1875 otra pesimista e inteligente visión de Nueva Tabarca:
Hoy, si bien abandonada a sus pobres recursos, esta isla, con sus ruinosas fortificaciones, batidas constantemente por las aguas, cuya acción corrosiva destruye paulatinamente las obras de sillería de que muchas de ellas están formadas, y lo mismo las emanaciones salitrosas que exhalan; ofrece no obstante un punto de atractivo al arqueólogo, al filósofo y al pensador, que no dejan de sentirse hondamente preocupados por cierta impresión grata, al par que melancólica, ante la contemplación de su conjunto.
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Las reseñas sobre Tabarca durante todo el siglo XIX quedan prácticamente reducidas a las de Mellado, Madoz, Nicasio Camilo Jover, Viravéns o Pastor de la Roca, ya citadas, y una breve mención de Elizabeth Vassall Fox, más conocida como Lady Holland. La esposa del noble británico Lord Holland realizó un viaje por España entre 1802 y 1804, pasando por Alicante. Durante sus cuatro días de estancia en la capital alicantina, Lady Holland no para de visitar la ciudad y sus alrededores. De esta forma escribe en su Itinerario:
Justo en medio de la bahía se sitúa la isla plana de Sant Pol (sic). Fue poblada por Aranda con esclavos redimidos de la cautividad, y cuya existencia no mejoró, encontrando allí el mismo confinamiento y trabajo duro que habían padecido anteriormente, con el añadido de la falta de agua. El plan originario resultó fallido y en la actualidad (escrito en 11 de abril de 1803) se ha convertido en un nido de contrabandistas. La falta de agua dulce siempre mantuvo aquella posesión como algo totalmente inútil, a pesar de las grandes sumas que gastó Aranda en el proyecto.
Ninguno de los célebres viajeros hispanos, franceses, italianos o británicos que durante esta centuria decimonónica pasaron por estas tierras deja mención de la isla. Si en el siglo XVIII fueron varios e importantes los testimonios sobre el lugar (Twiss, Pérez Bayer, Bourgoing, Vargas Ponce, Laborde, Swinburne o Espinalt, según Emilio Soler) una sombra parece abatirse sobre el destino de la isla durante la centuria romántica. Ni siquiera Teófilo Gautier, Guillermo de Humboldt, Edmundo Amicis, que pasaron por Alicante en barco, mencionan a Tabarca. Tampoco los hermanos Joaquín Lorenzo y Jaime Villanueva, que penaron por las costas alicantinas en 1810 tratando de trasladarse a las Cortes de Cádiz. Como no lo hicieron tampoco otros ilustres visitantes por estas tierras como Richard Ford, Josephine de Brinckmann, Eugène Poitou, Pierre Paris, Charles Didier, el Archiduque Maximiliano de Austria futuro emperador de México, la Condesa de Gasparin o, entre otros, Próspero Mérimée.
Sin duda el frustrado proyecto carlotercerista sumió a la isla en una zona de sombras a la que nadie tenía interés en conocer: los foráneos por falta de información y los naturales del país porque habían olvidado demasiado pronto la tragedia de sus vecinos tabarquinos. El siglo XIX, curiosamente la centuria romántica que atrajo a España a lo más granado de la literatura europea, unos escritores deseosos de dejar constancia a sus lectores de un país sumido en el atraso y en el que el pasado morisco se hallaba bien presente, pasó de largo sobre una de las ideas románticas más bellas que en el mundo de la política han existido, la utopía de una sociedad nueva y feliz. Aunque nunca pudo llegar a ser.
No será hasta el siglo pasado cuando la isla, que renace económicamente a causa de la pesca y principalmente de la importancia de su almadraba atunera llegando, incluso, a alcanzar los mil habitantes hacia el año 1920, comience a significar algo para los visitantes y literatos. Años más tarde, el incipiente turismo volvería a situar a Tabarca de nuevo en las crónicas.
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Otros visitantes en Nueva Tabarca. Siglo XX
A comienzos del siglo XX, concretamente en 1908, el poeta malagueño Salvador Rueda visita Tabarca y tras una prolongada estancia en la isla, escribió, entre otras piezas, el libro Zumbidos de caracol, dedicado a su amigo Antonio Sanchís, que también le acompañaría en el trayecto tabarquino junto a otros prestigiosos intelectuales de la época como Eduardo Irles, Óscar Esplá, Julio Bernácer, Gabriel Miró o José Guardiola. Rueda la bautiza como «isla de los poetas», y manifiesta fervientemente poseer en ella «un hotelito minúsculo en el que encerrar mi taller de poeta y estar siempre mirando a Alicante». Aunque tal vez sea este el primer testimonio turístico de la isla en el siglo XX, una de las primeras referencias viene recogida cuando en sesión del Ayuntamiento de Alicante el 8 de febrero de 1918, el concejal Manuel López González desarrolla una moción para que el Estado construya un embarcadero en Tabarca, con el objetivo de que sus moradores no queden incomunicados en los días de mar gruesa, como venía sucediendo hasta entonces, y para poder dar facilidades a los turistas que quisieran visitar la isla... Un muelle que tuvo que esperar hasta el año 1945, tan solo 20 años antes de que en agosto de 1964 Tabarca fuera declarada Conjunto Histórico-Artístico.
Pero si fue Gabriel Miró uno de los impulsores del amor que sentiría Salvador Rueda por la isla, justo es dejar aquí el testimonio del notable escritor alicantino sobre Tabarca en sus Estampas del faro, donde el protagonista asiste junto al farero del cabo de Huertas a su primera visión tabarquina:
Hay una estrella encarnada casi encima del mar. Está muy quietecita mirándome (...) Eso no es una estrella; es el faro de la isla. ¡Otro faro —grito yo muy contento—. ¡Dos faros casi juntos! Casi juntos, no. Hay seis millas del uno al otro (...) ¿Y por qué hay dos faros tan cerca? Aquí hay uno de los más grandes de España, porque esto es un cabo también de los más grandes, de los que sirven los barcos para tomar sus rumbos. Y allí hay otra luz porque es una isla que esconde peligros de naufragar. Bien los conozco.
El cronista alicantino Figueras Pacheco deja constancia, precisamente, de que en 1854 se inauguró en la isla un nuevo faro que estaba situado en el lugar conocido por la Llosa, «punto en donde embarrancaron multitud de barcos».
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Vicente Ramos, en cuanto a la visita de Rueda a la isla, insiste en que se desaprovechó una buena ocasión para plantear a la sociedad alicantina las pésimas condiciones en que malvivían los tabarquinos pero que este grupo se dedicó a las bellas tareas literarias obviando la realidad social. Curiosamente, ochenta años después Camilo José Cela utilizaría la misma comparación de Rueda, «la isla tiene forma de guitarra» para describir la isla. En su paseo por el islote, como él le llama, acompañado por Francisco Fernández Ordóñez, ministro de Asuntos Exteriores, tras haber sido transportados desde Santa Pola «en la lancha de Pepito Pinet», amén de degustar allí un delicioso «arròsabanda», que todavía sigue siendo el santo y seña gastronómico del lugar, señala el escritor gallego y Premio Nobel de Literatura que Tabarca «semeja un paisaje del más duro e inhóspito secano de la meseta castellana puesto a flotar en medio del agua. Los apellidos italianos, con su ortografía más o menos adulterada, son frecuentes en este islote: Luchoro, Chacopino, Parodi, Pianelo, etc.».
Anteriormente, en 1929, tan solo dos años antes de ser nombrado Director General de Enseñanza Primaria de la II República y Diputado socialista por su provincia, Alicante, el callosino Rodolfo Llopis visitó Tabarca desde Santa Pola. Llopis, consciente de los graves problemas que aquejan a los tabarquinos, habla con las gentes, con los viejos pescadores que se embarcan periódicamente hasta la lejana ciudad marroquí Larache para pescar y poder venderlo después en Alicante y reponer vituallas para sobrevivir, «Con tal de que no falle la pesca», le dice un pescador. «Y así un año, y otro. ¡Toda una vida!». Señala Llopis: «Ya pronto dejará usted de embarcarse», pregunta al más anciano de los pescadores. «¡Qué sé yo! Depende de todo. Nuestra barca es nuestra casa. Más que nuestra casa. Ha sido nuestra cuna. Tendrá que ser nuestra sepultura...».
En junio de 1935, el poeta Miguel Hernández escribe desde Madrid a su amigo Juan Guerrero Ruiz, secretario del Ayuntamiento de Alicante y conocido como el «Cónsul General de la Poesía Española», como le tildó García Lorca: «Mire: yo quisiera llevar para agosto a Pablo Neruda a ver lo mejor de esas tierras: usted, nuestros pueblos palestinos, Cabo de Palos... Quiero saber si podría residir en la Isla de Tabarca o en una de las islas del Mar Menor: ¿en una de éstas sería mejor, no? A él sé que le agradaría un lugar donde el mar no se encontrara con arenas al ir a la tierra, donde el agua tuviera más grandeza».
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A mediados de los años cincuenta el novelista alicantino Miguel Signes escribe una novela que se desarrolla en la isla. Un joven, acomodado hijo de empresarios vascos, aquejado de una enfermedad, decide instalarse en Tabarca para recuperar su salud. El romance que sostiene con su casera y las pésimas condiciones que observa en la isla le dan la oportunidad a Signes para describir con toda dureza la situación de los isleños en un ambiente hostil que el novelista parece conocer perfectamente:
De cada cinco casas, tres por lo menos estaban cerradas y en inminente peligro de caerse. Por los huecos de las ventanas sin puertas veíanse pedazos de techumbres hundidos y paredes medianeras y tabiques sostenidos por leños. Todos estos edificios deshabitados pertenecían a gentes que habían desertado del infierno de la isla. Tuve la impresión de que el poblado de Tabarca está condenado a desaparecer.
La conversación con la isleña que le va a dar hospedaje responde perfectamente a la suerte que se había abatido sobre los nativos desde hacía dos siglos:
No hemos tenido hijos. Menos mal. Fíjese, si no, cual iba a ser mi situación. Aquí somos todos pobres como ratas. Mi marido trabajaba a jornal en la almadraba, pero le daban una miseria. A la gente de la isla nos tienen como esclavos. Siempre nos han tenido como esclavos.
Y de nuevo, la maldición secular que parece abatirse sobre los tabarquinos:
La isla no tiene médico. En la isla, la gente nace, vive y muere en manos tan sólo de la providencia. «Siga lo que Deuvullga». Esa es la frase, cargada de resignación, que resume el destino de Tabarca. La fatalidad lo preside todo. Y nada se puede hacer contra la fatalidad...
El alcoyano Rafael Coloma, en un viaje por la provincia de Alicante publicado en 1956, define claramente en lo que se había convertido Tabarca en los años anteriores. Una de sus descripciones merece figurar en el museo de los horrores literarios sobre la isla, nada nuevo por otra parte en referencia a lo que se había dicho de ella anteriormente. Solo que habían pasado doscientos años desde el poblamiento del lugar hasta que Coloma se pasea por allí:
¿Y dónde catalogar a Tabarca? Yo iba a decir que la isla vive en plena prehistoria, pero me desdigo. El hombre primitivo tenía a mano cuanto le brindaba la naturaleza virgen, y Tabarca es la esterilidad suma, rodeada de agua por todas partes. ¿Podemos firmar que vive en pleno siglo XX? Honradamente, no.
La obra de Rafael Coloma fue prologada, cosa bastante poco común, por un Azorín que no acostumbraba a hacerlo. Y es el escritor monovero el que dedica a Tabarca en Islas unas líneas bien distintas a las que nos dejaba el alcoyano Coloma. Azorín se pone melancólico y poeta mientras divisa el perfil isleño desde el cabo de Santa Pola, sin haber puesto, eso sí, sus pies en ella:
La isla Plana o Nueva Tabarca, allá, en la inmensidad azul; como la palma de la mano; blanco y rosa su caserío; paredes blancas teñidas de un ligero rosa.
Menos romántica y más dura y escéptica es la descripción que de Tabarca nos deja Joan Fuster cuando a comienzos de la década de los años sesenta del siglo pasado visitó la isla:
Es la imagen más viva de la desolación que ofrece —o encubre— el País Valenciano; no pasan de tres los árboles que malviven aquí, ni hay un palmo de espacio cultivado, ni siquiera cultivable, y el poblado es una pura ruina.
Pasado y presente de Nueva Tabarca: algunos visitantes contemporáneos
El novelista José Luis Castillo Puche, atendiendo un encargo de la revista Blanco y Negro dedica un artículo a Nueva Tabarca, a la que denomina «como la cenicienta del Mediterráneo». La década de los setenta del siglo XX recoge también algunos artículos, especialmente en el diario ABC, tanto en su edición madrileña como sevillana, de prestigiosos académicos o catedráticos que dejan testimonio de una isla que promete más que es en la realidad. De esta forma Francisco Morales Padrón, en un artículo titulado Descubriendo islas: Tabarca, afirma:
A la vuelta de la ola, por así decirlo, flota Tabarca con sus murallas leprosas, sus bóvedas y corredores silenciosos, sus casas derruidas, sus playas vírgenes, sus habitantes sencillos...
Dos días después, el historiador Florentino Pérez-Embid, en la prestigiosa página 3 de ABC Madrid, sueña con una Tabarca próspera, abierta al turismo, para paliar la miseria de sus habitantes:
Puestos de trabajo. Familias redimidas de la incertidumbre y los riesgos de la pesca en las barquichuelas inermes que ahora usan contra bancos casi agotados.
El profesor y poeta Lluis Guarner es el encargado de plasmar su visión de la isla en un viaje por el Reino de Valencia. Guarner, agudo observador del paisaje pasa por Santa Pola pero no se decide a visitar Tabarca, limitándose a recabar información oficial y, también, a escuchar de boca de un camarero viejo las leyendas de piratería que toman cuerpo en alguno de los nombres de l'illa: la Roca del Emperador, la Cabeza del Moro, la Roca Pobre, la Cueva del Lobo Marino...
Esa misma cueva, en valenciano la Cova del Llop Marí, uno de los accidentes naturales más interesantes de Tabarca y motivo de una bella rondalla, ha sido descrita en forma de literatura infantil por Joaquim Rodríguez Caturla. Sin olvidar unos versos de Joan Valls Jordá titulado Relat d'un llopmarí, donde el poeta alcoyano inicia un viaje que le va a llevar hasta ella. Una Cova del Llop Marí de «aspecto fantástico» para el cronista Viravéns, y de la que reseñaba
Los tabarquinos, aprovechando la lobreguez de la noche, tienen el atrevimiento de penetrar en la referida gruta, y tirando al mar sus anzuelos, logran la pesca del lobo marino que acostumbra a anidarse en estos sitios cavernosos.
Pasado y presente de Nueva Tabarca: algunos visitantes contemporáneos
La periodista ilicitana María Ángeles Sánchez es la responsable de un artículo turístico publicado en ABC en 1978 donde nos arroja, con su claridad habitual, un retrato en blanco y negro, de luces y sombras, de la actualidad isleña de la época:
Los turistas que esperen algo más se verán defraudados, y especialmente la gente mayor que proviene del interior de la península, porque se encontrará que el pueblo es más parecido al suyo, con casas pequeñas y calles de tierra...
No obstante, y para bien de algunos isleños, el turismo sí llegó a la isla. El relato de Manuel Vicent en el periódico El País así lo testificaba claramente:
el sudor de los turistas vulnerando el aire. En invierno apenas quedan en la isla unas cinco familias de pescadores.
Diez años después, en 1987, el académico Manuel Alvar, con el turismo reciamente instalado los fines de semana y los meses vacacionales, incide en el aspecto más negativo de la isla en un artículo publicado en ABC, cuando la luz eléctrica de generador y el agua potable prometían, por fin, una realidad:
Llegar a Tabarca decepciona: aguas sucias, cerco descuidado, deterioro en lo que debiera conservarse, y un caserío feo, desangelado (...) Porque con palabras vacías no se hace nada y con retórica se caen los libros de la mano. Frente a Nápoles están Ischia y Capri; frente al Píreo, Egina, Hidra y Poros. ¿No son ejemplos próximos? ¿Por qué seguir con la desidia a cuestas?
Más poéticos aunque siempre abundando en la dura realidad de la isla son los versos que dedica a Tabarca la literata uruguayo-española Cristina Pieri Rossi al participar en un Congreso titulado Tabarca, la isla posible:
La isla flota, / en un mar en calma. / Fuera de la historia, / exonerada de cualquier anécdota, / de los cuentos de los hombres. / Es un gran espacio vacío y poblado de la memoria. / Es una isla ausente, ausente como los sueños. / Y sin embargo, real...
Versos más reivindicativos que la prosa poética compuesta por José Albi, galardonado en 2002 con el Premio de las Letras Valencianas, en su aproximación a la isla:
La otra noche soñé con Tabarca, con su pequeño puerto, sus barcos, sus casas, sus calas de agua cristalina, sus peces de colores y su gente...
Tabarca, un sueño utópico que nunca llegó a ser.
(Mi agradecimiento personal al autor por la inclusión de este blogen la bibliografía como «Página Web imprescindible»)

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