
La memoria del cuerpo no es sólo una historia sobre el ballet como disciplina, movimiento y libertad, sino como viaje… Así lo narra la propia autora cuando define a una primera bailarina: «Tiene que ver con el corazón (…) el estilo es el discurso del alma». Un discurso invisible que, sin embargo, nos atrapa con la esencia de las cosas sencillas y con la verdad que nos transmite el miedo, pero también el amor: «El amor es una cuestión de mirada (…) una ve el mundo a través de sí misma y, si es capaz de amar, a través del amor». El amor en esta novela se concibe como un todo. Hay amor al baile, al cuerpo y a los movimientos que éste crea en forma de gestos. Hay también un amor al arte a través de la música, la pintura y la arquitectura. ¡Qué difícil es leer a un autor que describe un cuadro o un palacio como lo hace Patricia Almarcegui! La autora, en este caso, va más allá de la literatura de viajes y nos muestra la esencia de aquello que nos muestra y, con ello, busca la complicidad del lector en un juego cuya razón de ser en la geografía de las emociones: «Conocer a Matisse gracias a Prokófiev, conocer la pintura gracias a la música». Lugares y emociones que van de la mano de esta descripción de esos otros nolugares que nadie conoce más que uno mismo: «Sí, los lugares estaban cargados de emoción, nos recordaban y nos hacían recordar», quizá, por ello, como nos recuerda la autora: «la memoria del cuerpo es lo último que se pierde.» Esa parte física tan presente en la novela es una especie de frontera entre la realidad del dolor y la libertad del sueño que, de nuevo, obliga a la protagonista a reinterpretarse a sí misma: «Era en la pérdida donde podría aprender». Y es en esa pérdida, en la que P.A. (la protagonista), se refugia para reescribir sus memorias. Aquí, la posibilidad de los recuerdos se transmutan en el abismo que nos supone afrontar aquello que fuimos, dejando a un lado la tersura de nuestra piel, pero no las sensaciones del dolor, el trabajo, el triunfo, el amor… que, como los pinceles en un cuadro o los cinceles en una escultura, nos van modelando poco a poco, con esa lentitud y sabiduría que sólo posee el silencioso transcurrir de nuestros días.
La memoria del cuerpo se asemeja mucho a una partitura de música, en la que el alma se reinterpreta en ese gesto que nadie ve y que huye por nuestras manos sin necesidad de realizar un salto mortal. En la sutileza de los detalles y en los silencios, también se encuentran las líneas maestras de nuestro propio retrato, la única diferencia es que hay que quitarles la capa de polvo que las cubre para llegar a ese territorio de las pasiones escondidas, quizá, porque como la existencia, el ballet es el viaje del alma, a través de los gestos, la música y el cuerpo: «Cuando estoy triste miro mis fotografías y creo que fui como ella: alta, delgada, rubia, segura y feliz. Pero solo me reconozco cuando oigo la música.»; una sinfonía llena de matices, pero cíclica como la vida.
Ángel Silvelo Gabriel.