Hay que dar muchos pasos para conseguir ser libre
Patti Smith
La década de los sesenta fue una década apasionante, de grandes cambios en todos los ámbitos de la sociedad, especialmente en Inglaterra y EEUU, donde germinaron y se desarrollaron diversos movimientos revolucionarios, liderados, en su mayoría, por la juventud nacida durante la época de explosión de natalidad que se produjo después de la Segunda Guerra Mundial.
El Movimiento por los derechos civiles, el Pacifismo, el Feminismo y la liberación de la mujer, unida a la libertad sexual y reproductiva, la Contracultura del movimiento hippie, el estilo de vida bohemio, el cuestionamiento del sueño americano, las críticas al armamento nuclear, las marchas contra la guerra de Vietnam, etcétera, provocaron una oleada de libertad, un cambio social que se extendería a todos los países del mundo occidental y daría lugar a un aluvión de protestas que culminarían en el Mayo del 68 francés.
En medio de este maremágnum, la música, que siempre ha sido el arte popular que con más inmediatez ha llegado al alma humana, floreció al compás de los tiempos. Como todas los artes, creció a la orilla de los acontecimientos para dar testimonio de ellos y acompasar los sentimientos de la gente.
Fue una década brillante en este campo y también en el de la fotografía y el cine; disciplinas artísticas que se complementan y se retroalimentan. The Beatles, The Rolling Stones y Pink Floyd desde Gran Bretaña, Bob Dylan, Jimi Hendrix, The Mamas & the papas, The Doors en EEUU y muchos más -imposible nombrarlos aquí en su totalidad- pusieron banda sonora a la nueva era
cultural.
Y las mujeres no permanecieron al margen, Joan Baez, Janis Joplin, Joni Michell y Patti Smith, por citar algunas de aquellas pioneras, dejaron su estela imperecedera en un universo mayoritariamente masculino.
Si alguien quiere adentrarse en el ambiente efervescente del Nueva York de finales de los sesenta-mediados de los setenta y revivirlos en toda su intensidad, no debería dejar de leer el libro Éramos unos niños de Patti Smith (Chicago, 30 de diciembre de 1946). Un magnífico libro de memorias, por el que vemos desfilar a todos los artistas de la época, cuando aún eran unos jóvenes soñadores, unos niños inocentes que no sabían que estaban revolucionando el arte, la música y la literatura (fueron los años de la consagración del legado de la Generación Beat, movimiento literario iniciado a finales de los cincuenta, del rock y la canción protesta y del nacimiento del punk, por poner algunos ejemplos), y que después de ellos ya nada volvería a ser igual. Futuros ángeles caídos, experimentando, creando, jugando con fuego hasta el último aliento.
Patti Smith, artista polifacética (cantante, intelectual y musa del Feminismo, poeta y escritora que ha recibido, entre otros, el Premio Nacional de Libro -precisamente por el que nos ocupa-, El Premio de Música Polar y La Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes), desnuda en el libro su alma y la de sus compañeros y nos muestra, con una prosa poética de gran calado, la vida en carne viva, con mayúsculas.
Ella, que milagrosamente, supo mantenerse al margen de las drogas y otros excesos de una época convulsa, no puede evitar el dolor y la melancolía al recordar a tantos amigos muertos. Pero la alegría de vivir prevalece en cada página del libro, y el amor y la amistad, y el fuego de la creación. Unas páginas donde Patti Smith cuenta el duro camino de la libertad, aquel que inicia cuando, después de abandonar la Universidad a causa de un embarazo y tras tener que dar a su hijo en adopción (hechos que cuenta con valentía y gran humanidad al inicio del libro), deja su pueblo y se marcha a Nueva York, sola y sin apenas dinero, para iniciar una dura y fascinante travesía que la ha llevado a convertirse en una referente para el mundo de la música y del arte en general.
Su álbum Horses (1975), se considera el iniciador del punk rock (género que emergió a mediados de los 70) y uno de los mejores discos de todos los tiempos según la revista Rolling Stone. En la portada, Patti aparece vestida de hombre, en una mítica fotografía realizada por el fotógrafo Robert Mapplethorpe -que compartió su corta y fulgurante vida con la cantante-, y convertida ya, al igual que el álbum, en una obra de culto.
La autenticidad y humildad que ha caracterizado a la cantante a lo largo de los años quedó patente cuando, en la entrega del Premio Nobel a su amigo Bob Dylan, y ante la ausencia de este, ella fue la encargada de asistir a la ceremonia de la Academia Sueca en su lugar, y cantar la famosa canción-poema del premiado titulada A hard rains´s a-gonna fall (Una fuerte lluvia va a caer). Al poco de empezar, la cantante se quedó en blanco debido a los nervios y tuvo que parar para pedir perdón al borde de las lágrimas. Todo el auditorio la aplaudió emocionado y, después de calmarse, pudo continuar hasta terminar su actuación.
En una época y en un género musical dominado por los hombres, ella supo hacerse un nombre que brilla en el firmamento. Fue, sin duda, una de las primeras en portar la antorcha.
Mª Engracia Sigüenza Pacheco
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