El tiempo, en ocasiones, se convierte en una balsa sobre la que flotar a través de los recuerdos. El pasado visto de esta forma es un remansiño de paz que busca lo que otrora nos hizo felices y, por ello, regresamos a él en busca de aquellos acontecimientos en principio triviales y que sin embargo reposan en nuestra memoria de una forma indeleble. Y si lo hacemos es para alzarlos a la categoría de mitos. Mitos de una vida trazada con mano temblorosa, lo que no impide que los veamos con firmeza o los hayamos experimentado con la fuerza más poderosa del mundo. En este sentido, la literatura es una buena forma de trabajar el tiempo. La soledad del tiempo podríamos decir si nos acercamos a la última novela que Paul Auster publicó antes de morir. Esta elegía sobre Anna, la esposa fallecida del protagonista, le sirve al autor para desdoblarse en dos: lo que fue y lo que ha sido. De ahí, que Paul Auster sea Baumgartner, y Baumgartner Paul Auster, en una sucesión ilimitada de giros, experiencias y vicisitudes cotidianas que de una u otra forma siempre nos llevan hasta el azar o, mejor dicho, a la importancia del azar en nuestras vidas, y más, en la biografía literaria del escritor norteamericano como nos demuestra al inicio y al final de esta novela. Un contrapunto de la sociedad actual en la que muchos se creen inmortales cuando, sin ser conscientes de ello, una ligera brisa puede acabar con sus vidas y borrar de su espíritu la voluntad del junco de volver siempre al lugar y forma iniciales. Nuestra capacidad, por tanto, de volver a ser aquello que fuimos nos es extirpada desde el instante que nacemos, salvo claro está, que volvamos a hacerlo a través de los recuerdos. Auster, en esta ocasión, lo intenta mediante los textos intercalados de la mujer de su protagonista, Anna, lo que le sirve al autor para hablar de sí mismo a través del otro. Un estilo indirecto con el que quiere marcar una distancia entre el pasado y el presente. Un presente, sin embargo, impregnado del pasado. Ese mirar atrás y el regreso a su juventud y, la intrínseca necesidad de recuperar la felicidad que un día se tuvo, nos hablan de un final, un final tranquilo que convierte a esta novela en un largo epitafio literario que lucha contra la soledad del tiempo. Una actitud de estar en la vida que Sam Shepard expresa de una forma brillante en la que también fue su última novela, Espía de la primera persona: «Hay momentos en que no puedo evitar pensar en el pasado. Sé que es en el presente donde hay que estar. Siempre ha sido el sitio en el que estar. Sé que gente muy sabia me ha recomendado permanecer en el presente el mayor tiempo posible, pero a veces el pasado se presenta sin previo aviso. El pasado no aparece por completo. Siempre reaparece por partes.» Y, Baumgartner, es el despiece de una vida por partes.
Baumgartner también representa el amor y el apego hacia la persona amada que va más allá de nuestro efímero cuerpo. El amor, como parte esencial de eso que denominamos alma. Alma como expresión inmaterial de la esencia de cada ser humano. Ahí es donde Baumgartner es más vulnerable ante la ausencia de su esposa muerta. De ahí, que la importancia del amor en esta historia le sirva a Baumgartner (Auster) como lírico homenaje a su esposa Anna (Siri). Un homenaje que él convierte desde el principio en palabras que adquieren el formato de textos, notas y últimas intenciones del escritor hacia la esposa desaparecida; palabras que tienen en común una misma piedra de toque: la necesidad de expresar el amor infinito hacia la persona que ya no está y sin embargo sigue marcando el rumbo de nuestra vida. En ese camino entre, deambulante y sinuoso, el protagonista de esta novela divaga y retrocede sobre sí mismo: «Qué escritor o artista no vive en ese territorio cambiante entre la autoestima y el desprecio de sí mismo», nos dice cuando nos habla acerca de por qué no se le había ocurrido antes publicar los poemas de Anna. Una muestra más de que ella, sin duda, es el timón de esta narración y la heroína de una historia de redención y gloria, porque al final todos expresamos la necesidad de salvarnos por muy metidos que estemos en la sima de la vida y, quizá, no halla mejor forma de hacerlo que a través del amor. De este modo, la forma de narrar de Auster sobre Anna es una demostración de la sublimación hacia el otro cuando el tiempo nos deposita en el instante final. Un tiempo en el que ya no cabe la posibilidad de la duda, aunque sí de volver a vivir envuelto en una felicidad verdadera. Felicidad desde el dolor y la proximidad de la muerte, lo que la convierte en auténtica.
Algo parecido, pero desde un punto menos emotivo, pero no menos intenso, es la reflexión que sobre el tiempo, la vida y el azar hace Auster a través de los recuerdos que, en principio, nacen de situaciones intrascendentes y, sin embargo, nunca se olvidan como, por ejemplo, la que nos narra acerca de la niña que un día vio en el tren, o el niño del metro de París. Una nueva demostración de ese azar, tan presente en nuestras vidas, que nos castiga y premia a partes iguales sin que seamos conscientes de ello hasta que se nos presenta delante de nosotros y no nos deja decidir. Un azar que podríamos expresar que es contrario a la memoria y que, en esta novela, Auster la trae a colación cuando nos habla de sus historias familiares con su padre, madre y hermana. Todas ellas encaminadas a dibujar ese perfil humano del que se despide. Una narración de los inicios vitales que se transforma en una manifestación contraria a la soledad y la vejez que él experimenta y explora en esta tranquila despedida sin otra pretensión que el ajuste de cuentas con la soledad del tiempo. Una despedida donde la literatura se nos presenta como la última posibilidad de la esperanza.
Ángel Silvelo Gabriel.