Cantaba Ana Belén hace ya algunos años en su magnífica Peces de Ciudad que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. No sé si porque, como dice el refrán y suscribe media Humanidad, cualquier tiempo pasado fue mejor o, sencillamente, porque solemos creer que los paraísos son efímeros e inaprensibles como las mariposas y pertenecen más al plano onírico que a la vulgar realidad.
Sea como fuere, y con permiso de Ana Belén, creo y mantengo que uno ha de tratar de regresar siempre a los escenarios donde su alma ha sonado más alta, a esos lugares donde ha alcanzado las mayores cotas de gozo y se ha sentido completo. Y no precisamente para recuperar el pasado, que ya sabemos que jamás vuelve y es una empresa absurda en sí misma, sino para volver a encontrar el centro, el kilómetro cero sin el cual toda carretera personal que pretendamos construir está abocada al más estrepitoso fracaso.
Yo, que he sido una auténtica tiburona urbanita y he nadado en aguas asfálticas que creía y hasta lograba sentir mías, he regresado sin que me tiemble el opérculo branquial al sencillo paisaje de una Galicia que desconoce las aventuras y desventuras de los escualos de ciudad, a una tierra en la que es fácil desprenderse del espacio-tiempo y donde el paisaje es tan abrumadoramente mágico como los cantos de las sirenas que se negó a desoír Ulises.
Por primera vez en mucho tiempo, siento que este mar de árboles y montañas que me envuelve tan pródigamente es mi eje y mi kilómetro cero, el lugar que me imanta y me conecta a mi centro. La pequeña gran pecera a través de cuyo cristal miro cada día el absurdo ir y venir de un mundo ensimismado en sus semáforos y sus necias promesas de progreso, la gran mentira que algunos hemos hecho trizas en pos de un paraíso posible al que cada día nos aferramos con la pétrea certeza de que será con los pies por delante como salgamos de él.
Hay quien llama a mi pecera 'aislamiento', quien se horroriza porque el centro urbano _con todas sus tiendas, frenesí y colorines_ se encuentre a tres kilómetros, quien periódicamente cuestiona la conveniencia de que mis hijas acudan a un colegio donde hay doce niños por aula o se espeluzna cuando comprueba que solo el ulular de la lechuza que vive en los eucaliptos que escoltan mi retiro rompe el magnífico silencio de la noche.
Debe ser que el paraíso _como el infierno de Sartre_ es el Otro. O, en este caso, los otros. Esos peces grises, tristes y dudosamente óseos que jamás apostarían un opérculo _ni siquiera una espina_ al azar de la probable dicha. Peces que hoy boquean asfixiados en la orilla de mi vida y que, de manera indefectible, volverán a los lugares presuntamente edénicos donde no son, no fueron ni serán jamás felices.
Peces de acuario que nadan por no llorar.
Domésticos. Pontificadores. Sin agallas.
Peces de ciudad.