
En palabras de Benedetti:
"La obra no es el enfrentamiento de un monstruo y un santo, sino de dos hombres, dos seres de carne y hueso, ambos con zonas de vulnerabilidad y de resistencia. La distancia entre uno y otro es, sobre todo, ideológica, y es quizá ahí donde está la clave para otras diferencias que abarcan la moral, el ánimo, la sensibilidad ante el dolor humano, el complejo trayecto que media entre el coraje y la cobardía, la poca o mucha capacidad de sacrificio, la brecha entre traición y lealtad."
Lo que más estremece de Pedro y el capitán es que el torturador se presenta a sí mismo como un ser civilizado, que no ha tenido más remedio, para defender su manera de ver el mundo, que ensuciarse las manos y practicar una actividad desagradable, pero necesaria. El capitán se presenta ante Pedro en sus breves instantes de descanso, entre tortura y tortura, como un diablo tentador que ofrece poner fin a sus sufrimientos a cambio de alguna que otra delación, algo que estima muy lógico y justo. A veces casi se comporta como un comercial que tiene que colocar su producto a toda costa - el producto más deseado, seguir viviendo - bajando su precio cada vez más con tal de realizar la venta. Pero para Pedro, el coste es demasiado elevado. Su cuerpo lacerado, en contraste con la impecable vestimenta de su interlocutor, es testimonio de su integridad, de la fidelidad a sus compañeros, un bien inestimable al que no está dispuesto a renunciar.
Aunque no existen escenas de violencia explícita, la idea de dolor, de bárbara tortura, se encuentra presente en toda la obra. Una reflexión acerca de la inhumanidad de las ideas radicales, aquellas que ponen una determinada visión del mundo por encima de la dignidad de las personas que lo habitan, una tendencia que tristemente imperaba en Hispanoamerica en la época en la que Benedetti escribió esta obra.