El tema de esta entrada es abrumadoramente complejo y lleno de resquicios. Para desglosarlo adecuadamente sería necesario todo un libro, y alguien con más tiempo, pretensiones y perspicacia para escribirlo. Aún así, y teniendo claro que lo que prosigue no es más que un trazado a mano alzada del Guggenheim por parte de un ciego con dispraxia, nos lanzamos a la piscina para chapotear unos segundos antes de ser reanimados por el socorrista. Juguemos.
Las redes sociales surgieron como una nueva forma de comunicación o, más bien, como una forma de encontrar pareja, sexual o sentimental. Esto, que visto desde el momento presente puede parecer un asunto comprometedor o delicado, probablemente sea más transparente y sano que el actual uso que solemos hacer de estos medios. Y no es que el propósito final haya cambiado excesivamente, aún sigue presente de forma activa o en modo de espera, pero se ha complementado con muchos otros objetivos. No es necesario mencionar (escribir esto y aún así mencionarlo) el potencial que tiene a nivel profesional, como medio de divulgación o forma de permanecer en contacto con los seres queridos. Esto es algo evidente que sólo un loco (o alguien con miedo a ser identificado como tal después de leer esta acusación tan gratuita) se atrevería a cuestionar. Centrémonos en la cara sombreada, esa que sólo se contempla adecuadamente cuando pasa el tiempo necesario para que los ojos se acostumbren a la oscuridad (introducir metáforas de dudosa calidad mientras se pretende dar un enfoque “arreglado pero informal” es muy complicado).
Lo cierto es que, en la actualidad, los perfiles personales de las redes sociales se han convertido en gigantescos expositores de carencias. Todos exhibimos nuestra mejor fachada. Todos somos personas profundamente reflexivas e interesantes, todos somos increíblemente ingeniosos, graciosos, comprometidos, sensibles, reivindicativos, solidarios, bohemios y, por supuesto, nada ególatras. Claro que, cuanto más nos esforzamos en proyectar alguna de estas virtudes, más patente se hace la simulación. Pero supongamos que la ficción finalmente traspasa y resulta creíble. Seamos quienes seamos, hay que advertir lo sencillo que resulta construirse una carta de presentación a medida, puesto que tenemos el tiempo suficiente para escribir la mejor respuesta, subir la mejor fotografía o compartir el mensaje más alentador. Nada sucede a tiempo real ni ante varios pares de ojos evaluando gestos y generando juicios. Tenemos el tiempo que necesitamos para inventarnos.
Obviedades aparte, cada vez es más preocupante que nuestra presencia en la red haya condicionado nuestra vida fuera de ella. El deseo natural de compartir las experiencias ha conseguido que estas se vivan con menor intensidad. La fotografía ha dejado de ser la inmortalización de un momento especial que merece ser recordado y se ha convertido en la interrupción de dicho momento para ser contado. Las apasionantes vidas de nuestros contactos nos obligan a estar a la altura constantemente, a entrar en el juego y a exponernos hasta límites insospechados. Y la presión que ejerce el hecho de no querer pasar desapercibidos puede llevarnos a mirar la realidad desde ojos ajenos, a vivir según las preferencias de nuestras amistades o las de la persona a la que queremos impresionar. Nuestra personalidad auténtica puede diluirse en función de la demanda de nuestro público, o en función de cuánta honradez estemos dispuestos a sacrificar. Además, cualquier cosa merece ser compartida, con la desvirtuación de la comunicación que eso supone. El contenido se banaliza hasta llegar al nivel de charla de ascensor, donde al menos hay una justificación por lo incómodo que puede resultar el silencio. En Internet no sólo se prefiere, sino que prolifera. La extensión y la profundidad en una materia concreta se sustituyen por 140 caracteres que informan sobre la deliciosa cena. Y salirse de lo insustancial puede llegar a ser excluyente. Si no juegas, estás fuera.
Pero también hay maquillaje en la cara interna de la careta. Hacer crítica de lo superficial que resulta este tipo de comportamiento, mostrar un lado más sofisticado, huir de las preferencias de la masa para refugiarse en las de una minoría que afirma ser original pero no es más que la copia de algo ya inventado, puede resultar igualmente impostado. Creer y declarar que somos excepcionales nos convierte automáticamente en ordinarios, de la misma forma que un gesto altruista pierde su condición de tal en el mismo instante en que es contado.
Fuente: mtdremer.hubpages.com
Ninguno de estos comportamientos debería ser perjudicial siempre que uno sea consciente del motivo que le impulsa a tenerlo, siempre y cuando sepa distinguir entre lo que hace para sí mismo y lo que hace para los demás. Dónde acaba la piel y comienza el mundo. Conseguir verse desde fuera y desentrañar las razones quizá permita seguir llevando las riendas, aunque en ocasiones esa perspectiva desemboque en rubor. Y quizá sea necesario tener en cuenta que debajo de todo esto suele subyacer la misma verdad: la necesidad de que nos presten atención, de que nos aplaudan, de sentirnos especiales. Es algo humano, no merece la pena flagelarse. Pero puede ser conveniente pensar en ello antes de desnudarnos por enésima vez. Y también puede ser conveniente permanecer atentos al contacto que monopoliza nuestro muro, el que tiene la vida más vibrante. Quizá sea en realidad el que más ayuda nos esté pidiendo a gritos.