En momentos de incertidumbre, de quita y pon y de improvisación sobre la marcha, el parche y su máxima expresión, la pegatina, viven tiempos de gloria. Se colocan aquí y allá para casi todo: alquilar una habitación, vender un coche o un piso, ofrecer servicios de albañilería y pintura o dar clases de inglés, pero también para parchear leyes, acuerdos, resultados electorales, convocatorias con datos erróneos y, cómo no, señales de tráfico. Permiten recular sin grandes aspavientos y esconder la equivocación bajo una capa de adhesivo, algo imposible en la vida real. El inconveniente es que se quitan con la misma facilidad que se colocan por lo que su mensaje es efímero y, por tanto, resulta difícil creer en él.

No hace tanto, la pegatina fue entrañable. Y algo queda. Hoy niños y jóvenes continúan llenando las caras interiores de sus armarios con la de sus ídolos y ¿quién no ha conseguido colocar alguna en la puerta de la nevera tras una dura negociación? Y se quedaba allí años hasta casi desaparecer con el calor de la cocina como una segunda piel. Entonces, ocurría el milagro y dejaba de ser pegatina para convertirse en algo real, una ley no escrita, el recuerdo de un triunfo sobre quien ostentaba el poder.
