El tiempo pasa a gran velocidad y, más, si no nos paramos a contemplarlo. Algo que, por ejemplo, le ocurrió a Peggy Guggenheim tal y como nos narra en este recorrido por el mundo del arte del siglo XX que entremezcla la autobiografía, las memorias y el diario sin apenas darnos cuenta. De lo lejano a lo cercano, de lo íntimo a lo social, o de lo abstracto a lo realista. Ella nos esboza su vida dedicada al arte en capítulos, aunque más bien cabría decir que en cada punto y aparte de cada capítulo, porque la azarosa vida de la norteamericana está tan repleta de acontecimientos que nos recuerdan a las piezas de un puzle, donde cada personaje que entra en su vida es una ficha del mismo. Muchas piezas que, en sí mismas no valen nada, pero que también sin cada una de ellas nunca tendríamos ni la amalgama de sensaciones que recrean ni el dibujo completo de su existencia. Atrevida y a veces descarada, cosmopolita sin ser excluyente, o mordaz alternando dosis de cariño, su estrategia vital-literaria se desarrolla a través de una prosa ágil, dinámica y divertida. Peggy nos narra su vida con un desapego que la hace encantadora, pues nada se salva de su juicio y ternura. Todo lo narra como si estuviese dando forma a una gran escultura, cuyo resultado final es el esqueleto final de un trepidante travelling vital, en el que su talento para mostrarnos las obras de los artistas que al inicio del siglo XX supieron romper con todo lo anterior, la convirtieron no sólo en un mecenas de casi todos ellos, sino en una galerista con una mirada muy especial hacia el arte, pues gracias a ella se difundieron con más amplitud las obras de los artistas que coparon todos los ismos artísticos de principios y mediados del siglopasado. Artistas que ayudó a afianzar o a descubrir no sin esfuerzo y una generosa inversión económica. Artistas, entre los que quizá, Jackson Pollock sea su gran hallazgo, tal y como la propia Peggy nos va descubriendo a lo largo del libro. Un hallazgo del que se encontraba muy satisfecha, a pesar de los vaivenes personales que mantuvieron entre ambos hasta la muerte del pintor.
Confesiones de una adicta al arte, es precisamente eso, una descripción continua y constante de las múltiples exposiciones, viajes y relaciones de amistad y amorosas de una mujer que concibió la vida como un cúmulo de sensaciones que siempre exploraban la escala más alta de su particular sinfonía existencial, porque nunca se conformó con menos. Su temperamento la condujo a situaciones únicas y lugares exóticos como su viaje a la India o Ceilán, donde recaló en la isla de Taprobane. Una isla que, el escritor norteamericano Paul Bowles, incansable viajero compró, y en la que no le importó mojarse en culo en las aguas del Indico con tal de llegar a ella. Sin embargo, su carácter de exploradora de nuevas sensaciones y experiencias, le llevó a abandonar pronto los EE.UU. y hacer de Londres y, sobre todo París, su casa, hasta que descubrió Venecia y cayó rendida a sus encantos, lo que no le ocurrió, por ejemplo, con la burocracia italiana y las múltiples trabas que le pusieron para llevar sus obras desde Nueva York a Italia. En este sentido, La Bienal fue su plataforma más influyente de cara a poder contar con un museo permanente en el que poder exhibir su extenso catálogo de obras de arte. Un empeño que por fin consiguió llevar a cabo en el palacio Vernier de los Leones sobre el Gran Canal de Venecia, actual Museo Peggy Guggenheim. Un espacio al que siempre se mostró fiel y en el que viviría treinta años. Un enclave donde su legado sigue vivo bajo la dirección de su nieta Karol Veil, y en cuyo jardín descansan sus restos mortales bajo una lápida en la que se lee: «Aquí yace Peggy Guggenheim. 1898-1979», y junto a ella, otra, que tiene grabada la siguiente inscripción: «Aquí yacen mis amados bebés» con los nombres, fecha de nacimiento y de defunción de los 14 perros que tuvo a lo largo de su vida.
Peggy Guggenheim en Confesiones de una adicta al arte, se muestra a sí misma como una fiel representante de un mundo que ya no existe, porque entre otras cosas, tal y como nos dice al final de este libro, no puede comprar obras de arte por su elevado coste económico, algo que ella sí puedo hacer con anterioridad. Un mundo del arte que, como ella lo concibió, dejó de existir para comportarse como un mero valor bursátil más, ya que muchos de los compradores de arte hoy en día se limitan a almacenar sus grandes adquisiciones en una caja fuerte esperando a que suba su cotización en el mercado financiero.
Ángel Silvelo Gabriel.