Revista Viajes
CIUDAD PROHIBIDA Y ACCESO DESDE LA PLAZA DE TIAN´ANNMEN
Desde el cómodo y suntuario reino de la habitación de un céntrico hotel, suspendido en las alturas como el amo del viento, observo estupefacto cómo se despliega ante mi mirada un panorama cotidiano de raigambre enmarañada desproporcionadamente caótico.
Una suerte de éxodo migratorio, un diluvio humano, una estampida de sabana africana, discurre tumultuoso e inverosímil.
Beijing, cenicienta y herida de muerte por la aborrecible vestidura enlutada de venenosa contaminación, se atiborra de cláxones impíos que suenan como trombones de una banda de borrachos.
Cruzar al otro lado de la calle es una aventura de supervivencia: motos, taxis bicolores, coches a mansalva, bicicletas esqueléticas, peatones, tratan de ganar una carrera de locos “circulando” sin código alguno de circulación. Se funden en una pastosa amalgama irrespetuosa de almas errantes como habitantes lunáticos de una urbe post-apocalíptica.
Posee un cierto efecto hipnótico contemplar esta urbanita acuarela de sonidos y elementos en movimiento que pululan sin descanso y en constante riego de colisión.
Mi primera toma de contacto con esta ciudad de más de 22 millones de habitantes, Beijing, está jalonada de esputos horrendos con banda sonora, tal es la contundencia de tales escupitajos, tripas masculinas descubiertas, un murmullo en tropel de voces altisonantes que laceran mis tímpanos, enormes paneles informativos y letreros, carteles y rótulos escritos con “garabatos” abstractos; un diluvio humano tomando las contaminadas calles de Pekín…
De manera intempestiva y con prisas destempladas llama a mi puerta y de sopetón la iterativa comida vegetariana extremadamente picante, los “hutongs” o angostos callejones de “cuello de botella, donde se hacina la gente en un mercadillo de fruta o enseres varios, tiendas, viviendas destartaladas…
También los empujones en las colas y la gente que se cuela con el beneplácito de sus compatriotas. Nadie protesta, a nadie le parece mal. Me zambullo en una sociedad “incognoscible” donde abundan los parasoles y los teléfonos móviles, que afilian entre sus filas a jóvenes y adultos lobotomizados por los comandos de una pantalla brillante atiborrada de iconos como una despensa de fantasías.
Me dirijo hacia la famosísima y gigantesca plaza de Tian´annmen (440.000 m2).
De nuevo me persigue la sensación de compresión entre el gentío presuroso, que espera en las interminables colas para acceder a este inmenso área de la ciudad que otrora estuviera amurallado hasta el año 1960.
No me sorprende encontrar estratégicos puntos de control de equipaje de mano y supervisión marcial. La plaza no permite la entrada a nadie a partir de las 19.30 desde el aciago recuerdo de la virulenta y fatídica contienda militar con los manifestantes que atestaban el lugar en la revuelta del año 1989, cuando demandaban la instauración de la democracia.
Encamino mis pasos hacia la Torre de Tian´annmen o “Puerta del cielo y la tranquilidad”. Casi caigo prisionero de la mirada eterna de Mao Zedong.
Su imagen en la fachada, un cuadro de 1 tonelada de peso, observa beatífica la plaza tomada sin tregua por los turistas, en su gran mayoría de origen oriental.
Dejo atrás la primigenia Puerta del Sol, una hermosísima torre de vigilancia donde moraban los militares; vetusta remembranza construida en el típico estilo arquitectónico chino que daba acceso a la Ciudad Prohibida.
Me dejo arrastrar por los innumerables acicates de los formidables palacios imperiales de las dinastías Ming y Qing (1420-1911).
Ante la torre de Tian´annmen no puedo por menos que solazar mi mirada en la contemplación de una fascinante columna alba con el dragón, símbolo del poder del emperador, coronando la cúspide.
En este punto me sobrevienen las dudas acerca de la dispar gama colorista de los típicos tejados palaciegos: el verde, que inunda de esperanza, el color de la tierra y la prosperidad, la bonanza de las cosechas, la fertilidad.
El azul, que busca la conexión celestial, la cercanía con el reino de los cielos. El amarillo simboliza el poder, el dinero, la riqueza. Por ende, la ostentación pintada de dorado sobre aleros y tejados.
Los negros, grises oscuros, sin embargo, destacan las penurias del vulgo; la carestía. La sociedad china es supersticiosa y así lo demuestra la numerología, que se ceba con el número 9, dígito de poder y fortaleza, el número del emperador. No en vano, hay en la Ciudad Prohibida un total de 9999 habitaciones entre todos los palacios imperiales, y puertas de acceso tachonadas con afiladas picas, nueve filas en total.En mi periplo chino hallaré constantemente imágenes, esculturas, tallas esculpidas de inmensos y fieros leones: uno macho, que posa su garra sobre la esfera terrestre y la hembra o emperatriz, protectora del pueblo. Los que encuentro en este prodigioso enclave dinástico, esculpidos en bronce, son los más grandes de toda la ciudad.
También imágenes del ave fénix (emperatriz), y el dragón, que alude al emperador.
Los complejos imperiales, tantas veces fueran pasto de las llamas, están construidos como un gran armazón único, sin un solo clavo de trabazón. Los mecheros aquí están prohibidos, y de haberlos, son requisados de inmediato. El recuerdo de los estragos ígneos es todavía demasiado dramático, y por ende, un elemento indeseable.
La Ciudad Prohibida, así llamada por el veto impuesto por los emperadores de las dinastías Qing y Ming, que durante 5 siglos prohibieron el acceso al pueblo, fue otrora un recinto exclusivo y suntuario. Los emperadores rara vez salían más allá de sus muros, salvo asunto insoslayable.
El palacio más relevante acaso sea el llamado de “la armonía suprema”, donde se filmaran escenas de la película “El “último emperador”.
TORRE DE VIGILANCIA , ENTRADA PRIMIGENIA A LA CIUDAD PROHIBIDA.