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Películas como puñales: Encrucijada de odios

Publicado el 20 enero 2012 por 39escalones

Películas como puñales: Encrucijada de odios

Decir Encrucijada de odios, decir Crossfire, es apelar al mito del cine, a la leyenda, a la épica puesta en imágenes. Dirigida en 1947 por Edward Dmytryk, luego cuestionado por el maccarthysmo (y esta película parece tener buena culpa de ello), basándose en una novela del reconocido guionista y posteriormente aclamado director Richard Brooks, no sólo se trata de una de las cimas del ciclo dorado del cine negro norteamericano, sino también uno de los pilares del cine social estadounidense del periodo clásico. Ejemplar ejercicio de síntesis (su duración apenas supera los ochenta minutos) por la abundancia, el tamaño y la complejidad de los temas y las relaciones que aborda y analiza (la intriga criminal, las costumbres y rituales de las relaciones de pareja, las secuelas sociales de la Segunda Guerra Mundial…), pero en especial por la poco complaciente radiografía que realiza de la vida americana tomando como ejemplo además a uno de sus sectores por aquel entonces con mejor prensa, los muchachos que acababan de ganarle la guerra al totalitarismo en los campos de batalla (aunque en los despachos el resultado, como se ve hoy en día, no esté tan claro), destaca igualmente por el magnífico reparto, que incluye a los tres Robertos, Robert Ryan, Robert Young y Robert Mitchum, y a la fea más hermosa del cine, Gloria Grahame, que derrite, como siempre, cualquier fotograma en el que aparece.

La historia empieza desgranándose a borbotones: en una secuencia magistral que recoge un episodio violento, en la penumbra cortada por luces que parecen cuchillos, un hombre es apalizado en un apartamento claustrofóbico. Una figura vestida de uniforme despabila a otra que yace grogui y la saca de allí, dejando tras de sí el cuerpo inerte abandonado. Inmediatamente da inicio una investigación policial del asesinato encabezada por el detective Finlay (Young) que, habiendo recuperado la documentación del presunto asesino, caída en la escena del crimen, se centra en el ambiente de un grupo de soldados de una base cercana que esa noche se encuentran de permiso en la ciudad. Además, varios testigos oculares recuerdan al fallecido tomando copas en un bar y charlando con tres soldados, con lo cual el caso parece claro. Los interrogatorios incluyen a Keeley (Mitchum), muy cercano al presunto culpable que la policía anda buscando, y también a Montgomery (Ryan), un tipo un tanto ambiguo que aparece de repente en el piso mientras la policía realiza la inspección ocular del escenario del crimen. Los interrogatorios, las conversaciones, la ausencia de pistas contundentes y las averiguaciones sobre el principal sospechoso, que anda deambulando por la ciudad ajeno a todo intentando curarse el desencanto que le provoca la ausencia de su mujer, lo cual no le impide buscar cariño casi maternal en una de esas chicas de club que “bailan” a cambio de unos dólares y una invitación en la barra (Grahame), conllevan la multiplicación de las hipótesis, las conjeturas y las explicaciones, las versiones de lo que ha podido acontecer en el apartamento y del posible móvil del crimen, una incógnita para todos tras haberse excluido el robo o la rivalidad sexual por una mujer, y que sólo se revela cuando la especial virulencia de uno de los interrogados pone a Finlay en la pista: el asesinado era judío.

Dmytryk consigue que cada fotograma pese, que la imagen adquiera cuerpo hasta parecer algo sólido que se derrite y amenaza con rebosar la pantalla. En la línea de los típicos productos de género de la RKO del momento, Dmytryk cuida extremadamente la puesta en escena, la composición de planos sobrecargados, ampulosos, la ambientación y la iluminación (o la ausencia de ella), e incluso el guión (la concentración de la historia en apenas unas horas de una única madrugada, los diálogos cortantes, secos, ausentes de cortesía o cordialidad) para configurar un cuadro opresivo, agobiante, asfixiante, lleno de contrastes del brillo enfrentado a la oscuridad, del calor y la humedad del tabaco y el alcohol opuestos a la frialdad y el desamparo de la soledad y el abandono. La extraordinaria fotografía de J. Roy Hunt viene amplificada por la partitura con tintes jazzísticos de Roy Webb, llena de motivos repetitivos que contribuyen a acrecentar esa sensación de saturación y asfixia, y, especialmente, por las angulaciones escogidas por Dmytryk, en la línea de Wyler o de Welles en cuanto a la profundidad de campo: lo mismo coloca la cámara en lo alto de un escenario para retratar cómo los seres humanos parecen clavados a la tierra, pegados a la realidad de su tiempo y hora y, por tanto, esclavos de su destino, como la pone a ras de suelo para proyectar sus espectrales siluetas en las sombras de las paredes o del techo o las escruta con primerísimos primeros planos. Tampoco carece Dmytryk de sensibilidad en los momentos en que así se requiere (la escena en el jardín del club de baile o en el piso de Ginny, cuando ambas mujeres dialogan para salvar a un inocente), ni de pericia para explotar las atmósferas y situaciones más propias del cine negro (las secuencias en el cine en el que se esconde el sospechoso, la puesta en escena del ardid con que Finlay pretende capturar al asesino, el tiroteo final, con el culpable huyendo por el centro de una calle a oscuras, iluminada su figura por la claridad del uniforme, corriendo a la desesperada, sucumbiendo a un destino que su propio odio ha forjado). Y, por último, como en toda historia negra cuando es buena, la película no descuida lecturas más cotidianas que se extraen entre líneas de la investigación criminal: el vacío de la vida, la búsqueda de la felicidad, la frustración y la impotencia del fracaso, o más concretamente, la dificultosa reincorporación de una gran población militar a la vida civil tras la guerra y los efectos sociales y económicos tanto de esta presencia excesiva de lo castrense en el día a día como de su próxima y conveniente reducción, y del efecto dominó que ésta generará en otras profesiones o dedicaciones, como las chicas de alterne de los clubes de soldados.

Pero la película tiene un protagonista que reina en todas y cada una de sus imágenes: la noche. Sus escenarios (las habitaciones de hotel con timbas clandestinas de cartas, los apartamentos mal iluminados, las comisarías de policía con sus funcionarios de guardia, las salas de baile para noctámbulos, las calles vacías de madrugada, las cafeterías “abierto las 24 horas”…) y su fauna (borrachos, policías, prostitutas, chulos, periodistas, conserjes de hotel, recepcionistas, camareros, corredores de apuestas, chicas, golfos, matones, perdonavidas…) se muestran bajo el influjo de la noche, bajo un foco de oscuridad que altera una realidad diaria más amable. Lo que a la luz del día puede resultar acogedor, cálido, incluso hogareño, confortable y cómodo, de noche no es más que el campo de acción para seres sin escrúpulos, almas solitarias o gente que busca un lugar en el mundo o recuperar el sitio perdido. Con su particular ecosistema, con sus implacables reglas, la noche mueve sus peones y utiliza sus trampas para poner de manifiesto las debilidades del ser humano indefenso ante la inmensidad de una oscuridad tan cegadora como una luz demasiado potente.


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