Autor colaborador: Dr. Diego Sánchez Meca,
Catedrático de Historia de la Filosofía Contemporánea,
Universidad de Madrid (UNED), España
Es posible que lo primero que espontáneamente tienda a decir un occidental a la vista de lo que, en general, persiguen los distintos métodos de meditación oriental -a saber, la identidad entre yo y mundo, la no dualidad de la identidad iluminada-, es que no se trata de una meta posible de alcanzar. Más aún, que tampoco es algo deseable. Lo propio de la mentalidad occidental, lo que más profundamente le ha caracterizado y le caracteriza, es, por un lado, su convicción de la imposibilidad, consustancial a lo humano, de superar tanto el dualismo cognoscitivo y lingüístico entre pensamiento y ser (o entre sujeto y objeto, lenguaje y cosa), como el dualismo moral entre ser y deber-ser. Y por otro lado, y como consecuencia de esto, lo que nos caracteriza también es nuestra alta valoración y estima del yo personal, de la conciencia individual como el fundamento más elevado de todo lo positivo que el hombre tiene: de su razón, de su libertad, de sus valores e ideales morales, de su ciencia, etc.
El occidental acepta, pues, y hasta cierto punto valora como positivo, el hecho de que el individuo sea un ser diferente y separado como por un abismo insalvable de la totalidad del mundo. Porque esa es la razón de su impulso de conocimiento y de su voluntad moral, ya que nunca se llega de manera efectiva ni a un conocimiento definitivo de la verdad absoluta ni a una realización moral de la perfección absoluta. Siempre se está en camino de ello, y esto es lo que estimula y fundamenta a los hombres en el desarrollo de su libertad, de su autonomía, de su creatividad y de su conciencia.
Para un occidental, esa coincidencia o identidad del yo con el mundo de la que hablan las sabidurías orientales sólo puede ser, en el mejor de los casos, una metáfora, o sea, una visión. Una visión entendida como un simple espectáculo que se puede y se debe mirar sin perder nunca ni en ningún momento la conciencia de que, como yo que mira esa visión, soy otro respecto a esa visión que veo. Desde el momento en el que el yo quedara anulado, sobrepasado, sumergido o perdido en la realidad de lo que se ve o se siente, eso el occidental sólo lo puede entender como ebriedad, como trance, como sugestión, o sea, en definitiva, como locura. O el yo sigue consciente y bien entero, sabiendo bien que lo que ve son cosas diferentes de él mismo y que él mismo no es eso, o en cuanto se crea ser verdaderamente eso que ve o que suena es que está loco, o como se dice hoy con mucha mayor propiedad, es que está flipando.
En resumen, para un occidental no es posible ni deseable imaginar ningún estado espiritual consciente que no esté referido claramente a un sujeto, o sea, a un yo personal. En cuanto el yo queda anulado o sobrepasado, lo que tiene lugar entonces no es otra cosa que una caída en el inconsciente, y por tanto, una caída en algún modo o tipo de locura. En cambio, para un oriental está muy claro que sí es posible una conciencia y una mente sin yo, y que la conciencia puede llegar a ser capaz, mediante el empleo de métodos -que no tienen nada de inducción a la locura-, de trascender el estado del yo haciéndolo desaparecer para alcanzar un nivel de conciencia superior y más elevado.
Bill Viola – Tristan’s Ascension (The Sound of a Mountain Under a Waterfall)
El occidental piensa que la conciencia es siempre conciencia de algo, y por lo tanto conciencia de una diferencia entre el sujeto y ese algo que el sujeto ve, siente, conoce, etc. El occidental no entiende eso de que es posible una conciencia pura como superación de la mera conciencia personal individual, sin que esto signifique, para él, otra cosa que un simple caer en lo inconsciente. No puede entender cómo eso puede ser el logro o la conquista del más alto conocimiento de sí y del estado más elevado de realización de lo que uno propiamente y metafísicamente es. Le es completamente ajena y extraña esa idea de una conciencia pura -tan familiar, sin embargo, al oriental. Una conciencia en la que ya no hay ningún yo como sujeto frente a un tú o frente a un ello como objetos, sino que lo que hay es simplrmente un ES, un ser que se autoilumina y que es precisamente Pensamiento, Espíritu, Uno-Todo, Brahman-Atman, Tao o Kundalini.
Tal es el conflicto al que resulta difícil encontrar solución. Y no trataré yo de aventurarme a darla en un asunto en el que mentes mucho más preparadas y perspicaces han fracasado. Sin embargo, sí puedo dar algunas razones de por qué creo que se produce este desacuerdo, y de cómo se podrían ver las cosas para que la contradicción resultara menos radical e insoluble. Se me ocurren, en concreto, estas dos. La primera se refiere a la diferencia existente en el concepto mismo de meditación que tienen el oriental y el occidental. Y la segunda es la diversa actitud que ambos tienen también en lo que se refiere al cuerpo.
Para un occidental, la verdad se desvela al pensamiento siempre y únicamente a través del lenguaje. En Occidente siempre se ha pensado en el lenguaje como el lugar propiamente dicho donde se contiene la verdad. Por ejemplo, cuando se creía que la verdad procedía de una revelación divina, ésta se situaba en las escrituras sagradas que adquirían así el estatuto de palabra de Dios. Cuando ya no se cree en eso, la verdad sigue situándose igualmente en el lenguaje como lenguaje de las ciencias, porque son las teorías científicas las que nos dicen la verdad acerca de las leyes del universo. En todo caso, la verdad va siempre unida a una dualidad nunca superable entre hombre y Dios, entre yo y mundo, o entre lenguaje y realidad.
En Oriente, en cambio, la palabra, el discurso sobre la verdad, viene siempre después y como descripción de una verdad previa y sin palabras que tiene que experimentarse antes. O sea, que para poder ser dicha y explicada con palabras, la verdad tiene primero que ser vivida en una experiencia. De ahí que meditar, para un oriental, no es reflexionar ni discurrir con conceptos ni contemplar ideas. Las palabras, los conceptos y las ideas son, para él, algo distinto de las cosas y de la realidad. La palabra no es la cosa. La cosa sólo puede experimentarse como tal superando o yendo más allá del lenguaje que simplemente la dice.
De manera que el oriental no se deja convencer de que la verdad esté en el lenguaje ni en las teorías, que son puros entramados de conceptos y de términos abstractos. Él insiste en que la verdad tiene primero que ser vista, escuchada, o sea, física y espiritualmente sentida y aprehendida como imagen concreta y llena de significado. Esta es la razón de por qué en la meditación oriental los conceptos y las palabras son sustituidos por visiones, por sensaciones, por símbolos como verdades que se manifiestan a través de figuras y de imágenes. No se razona con conceptos esquemáticos y vacíos, puras abstracciones intelectuales sin contenido concreto, sino que se experimenta con símbolos y a través de símbolos.
En cuanto a la diversa actitud que ambas mentalidades, oriental y occidental, adoptan en relación con el cuerpo, aquí es donde me parece que está la clave para entender muchas cosas problemáticas de todo lo que llevamos dicho. Porque para el oriental es impensable una meditación en la que no esté absolutamente involucrada la totalidad del cuerpo.
El pensamiento occidental prescinde completamente, y de un modo incluso premeditado y preconcebido, de cualquier implicación del cuerpo, de las sensaciones, de las imágenes y de los sentidos en el pensamiento. Se trata, por todos los medios, de que el pensamiento de la verdad esté única y exclusivamente en los conceptos abstractos y en las palabras del lenguaje. Y el cuerpo queda entonces premeditadamente reprimido, rechazado, apartado como lo otro, como lo impulsivo, como lo inconsciente que estorba y amenaza con obstaculizar e impedir continuamente el puro discurso de la razón.
Frente a esta concepción, lo que caracteriza a la meditación oriental es, como hemos visto, que en ella están siempre implicados y concernidos tanto el pensamiento como el cuerpo. Lo primero que tiene que hacer el que practica la meditación oriental es adoptar una determinada postura con el cuerpo (o sea, cruzar las piernas, enderezar la espalda, fijar la mirada en un sólo punto). Tiene que ser capaz además de acompasar su respiración de modo que alcance un ritmo determinado, tiene que dominar el arte de la visualización de imágenes, tiene que eliminar las distracciones y el parloteo mental incontrolado. En suma, tiene que alcanzar un estado del cuerpo-mente como no dualidad en el que una determinada experiencia global hace su aparición y únicamente la hace bajo esas condiciones.
En esta participación del cuerpo como elemento activo en el conocimiento de la verdad todos los detalles son importantes. Por ejemplo, es importantísimo, sobre todo el acompasamiento de la respiración. ¿Por qué? Pues porque la esencia del individuo es prana, o sea, aire, energía vital, chi, y eso mismo es también el universo. De modo que al respirar, el individuo está llevando a cabo una acción cósmico-metafísica. Concentrándose en la respiración y en su ritmo, el individuo experimenta ya de este modo tan elemental su coparticipación esencial y su unidad última con el cosmos. Y eso, junto con las posturas corporales y el control mental crea las disposiciones psicológicas que hacen posible intuiciones trascendentes a la conciencia.
De manera que la verdad no es sólo solo asunto de la parte intelectual y racional pura del individuo, sino que afecta y concierne también de un modo igualmente importante a toda su realidad corporal. Implica tanto a la mente como al cuerpo. Y esto es lo que significa la idea oriental de que, para alcanzar el estado de no dualidad, el pensamiento tiene que salirse del lenguaje -que es el reino propiamente humano de la dualidad- y hacerse pensamiento del cuerpo-mente en su totalidad.
En conclusión, no hay por qué reducir la meditación oriental a una inmersión en lo inconsciente, y por tanto, a una caída en la locura, sino que hay que entenderla como atribución al cuerpo de un papel esencial en la realización del pensamiento. Eso, y no cualquier otra cosa extraña, es lo que hay tras la devaluación oriental del lenguaje abstracto y de la conciencia puramente intelectual. Para Oriente, el inconsciente es ese Uno-Todo, esa totalidad de lo que existe o Tao en el que se funde y se une todo lo diverso. De ahí que pueda reaparecer en nosotros, dentro de nosotros, aunque sea también algo exterior a nosotros y que nos sobrepasa.
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