Revista Solidaridad

Pequeñeces

Por Pcelimendiz

Desde la pequeña ventana con la que analizo el mundo sé de sobras que mis reflexiones son a menudo erradas y no pueden generalizarse. Hablo siempre desde las sensaciones que me proporciona mi experiencia y mi práctica profesional, y aunque sé que en ellas hay cuestiones que son generalizables, no es menos cierto que se trata de una limitada y pobre (por escasa) porción de la realidad.

Pequeñeces

Saturno, de Rubens.

Naturalmente, procuro estar al tanto de las teorías y estudios que se publican o aparecen sobre los diferentes aspectos de la realidad social que contemplo, así como de las experiencias y prácticas que otros profesionales deciden compartir. Todo ello me da alguna clave de lectura para discernir y discriminar las tendencias que me parecen importantes, aunque sé que mis diagnósticos en estos terrenos no pasan de ser opiniones tan fundamentadas como discutibles.
Así pues, con todas las reservas y cautelas que mi pequeña condición me proporciona, paso a señalar una de esas tendencias.
Se trata de la situación actual de la infancia y de la adolescencia en nuestro país. Y más concretamente, de la situación de violencia que esta infancia está sufriendo. Y no me refiero al insoportable y escandaloso índice de pobreza infantil, una agresión de proporciones indignas para cualquier país que quiera denominarse como desarrollado. Hablo de una violencia mucho más cercana, tan dañina o más que la anterior y que, aunque influida por ésta, no deja de ser una realidad diferente y separada de la misma.
Hay demasiados niños, niñas y adolescentes que no están siendo bien tratados en sus familias. Y es una apreciación independiente del espectro socioeconómico en que se encuentre dicha familia. En todos los niveles encuentro niños absolutamente cosificados por los adultos, que no son mirados como individuos diferentes, sino como instrumentos al servicio de las necesidades emocionales de esos adultos.
A estos niños se les alimenta y se les proporciona cobijo. Cualquier observador externo diría que se les cuida. Se les proporciona actividades de ocio, se les da educación… Se les atiende, pero sólo en apariencia.
Creo que el mundo adulto está demasiado atribulado y va demasiado rápido, atropellando a la infancia a su paso. Las verdaderas necesidades emocionales de estos niños y niñas no son cubiertas, pero intentan ser compensadas con otras, habitualmente materiales y en ocasiones de una forma tan despreocupada como desorganizada y exagerada.
En otras ocasiones, este mundo adulto tiene graves carencias cuya satisfacción se exige y se espera que proporcionen esos niños y niñas, en una tarea tan injusta como imposible.
Desde ambas posiciones estos niños verán cómo sus necesidades reales no son cubiertas, pero de una manera tan confusa y negada que difícilmente identificarán. Pero sí sufrirán.
Sufrimiento que expresarán mediante diversos problemas, habitualmente de comportamiento, que los introducirán en unos círculos cada vez más perversos de desatención y maltrato. En ocasiones serán acallados mediante medicación. En otras serán tildados de niños tiranos o desagradecidos, en una curiosa forma de revictimización e invirtiendo el papel de víctimas (lo que son) por el de verdugos (de lo que se les acusa). En demasiadas veces el comportamiento será controlado con violencia, de mayor o menor nivel de intensidad, pero siempre violenta.
A mi juicio, se trata de una auténtica epidemia. Niños no mirados, no reconocidos, no guiados. Confusos, sufrientes, culpados, dolientes, anestesiados. Y es una epidemia no reconocida, pues siempre es negada esta realidad. ¡Cómo puedes siquiera insinuar que no trato bien a mis hijos!
Pequeñeces

Todo el mundo, todas las familias, todos los padres dirán lo mucho que quieren a sus hijos. Pero para amar, no basta querer hacerlo. Hace falta saber. Y hace falta poder.
Hay padres que no quieren a sus hijos. De éstos, la gran mayoría quieren o quisieran quererlos, pero no saben, o no pueden hacerlo.
Las funciones que conlleva el amor a los hijos son algo complejo. Por un lado todas las funciones nutricias, como el reconocimiento, la filiación y el afecto, necesarias para crecer. Por otro, todas  las funciones que tienen que ver con la socialización, los límites y las habilidades relacionales, imprescindibles para encontrarnos con otros y convivir en sociedad. Y todas ellas en un entorno de seguridad, protección y cuidado.
Desarrollar todas estas funciones sobrepasa la capacidad de muchos padres y, en diversos grados y matices, encontramos en ellos posturas dentro del contínuo del maltrato: desde el más sutil (pongo por caso, la sobreprotección) hasta la más cruda de las agresiones físicas. Y en este contínuo un común denominador: el niño o la niña no importa en sí, sino en función de las necesidades del adulto. Y otro: la negación.
No quiero decir con esto que toda la infancia esté siendo maltratada. Pero sí un alto porcentaje de la misma. Mucho más de lo que pensamos. Mucho más de lo que nos atrevemos a reconocer. Mucho más.
Pero, como en tantas otras cuestiones… preferimos mirar a otro lado. Lo contrario sería afrontar nuestras miserias y quedar al desnudo con nuestra ignominia.

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